Marisa Lozano Fuego
Ser niño, ser niña
Mi sobrino Santiago ha venido a pasar el fin de semana. El Sábado cumplió once meses. En sus primeros meses publiqué un artículo sobre su existencia como bebé, su nacimiento y su ternura, la que despertaba en todos nosotros a cada paso y a cada momento. Ahora encuentro sensaciones nuevas, una dulzura más adulta en su pequeñez, un crecimiento de sus piernecitas, en su boca ya más de cuatro dientes y una destreza en agarrar objetos, gatear y ponerse en pie apoyado en una superficie. Ya es un adulto pequeñito, come sólido, aguacate, mandarina, arándanos, puré de pollo cocido con patatas y zanahoria, de pescado, de carne, y le encantan los yogures naturales y el puré de patatas Maggie. Exhibe preferencias y gustos, elige lo que desea, se enfada si las piezas de un puzzle no encajan y se alegra cuando la ve el rostro de mi hermana, su madre.
Me sigue conmoviendo cómo la coge del pelo y le acaricia la cara con sus manitas, y cómo me rodea el índice con sus dedos, aferrándose con fuerza y mirándome fijamente con esos ojos oscuros y profundos que parecen dos lagos, con pestañas como alas de mariposa ribeteándolos.
Si le alejan de sus padres llora, es muy cariñoso, no le gusta la soledad y necesita mimos y cariños para dormirse. Es muy inteligente, conoce las texturas, los colores, y gatea velozmente por toda la casa, explorando un entorno nuevo con la astucia de un explorador y la velocidad de una gacela.
Me pregunto cómo éramos cuando niños. Seguramente semejantes, todos, todas, pasamos por las mismas fases, crecimos explorando, ansiando afecto, gorjeando, cogiendo berrinches. Pasamos por el llanto, el balbuceo, la risa, los abrazos. Inocentemente descubríamos el mundo, maravillándonos a cada paso y llorando con cada tropezón. Igual que hacemos de adultos.
Quizá ser niño, ser niña, es algo que llevamos con nosotros toda la vida. No dejamos de asombrarnos ante lo bello de un crepúsculo, un perrito recién nacido, saboreamos con fruición un helado de chocolate como si cada sabor fuera nuevo, ansiamos ser amados por los demás , protegidos por los nuestros cuando el temor o la oscuridad arrecian. Incluso siendo muy altos de talla, en ocasiones nos sentimos muy pequeños y necesitamos refugiarnos en otros brazos.
Seguimos teniendo lágrimas que fluyen cuando sufrimos una pérdida, un desengaño, una alegría.
Sonreímos con la misma candidez cuando contemplamos una cara amable o amiga, aferramos las manos más sabias y mayores que la nuestra para seguir aprendiendo de la vida y las experiencias, repetimos rítmicamente canciones o estribillos de la radio como si fueran una cantinela infantil.
Sí, no hemos crecido tanto. Seguimos siendo esos niños, esas niñas que se asustan, se sorprenden, gozan, interaccionan, sufren, se maravillan, derraman lágrimas y risa.
Sí, no hemos cambiado tanto. Seguimos experimentando las mismas emociones y cambios, rodeándonos de un entorno cada vez más hostil y que tratamos de cambiar con nuestras frágiles manos, con una esperanza idealista y muchas ganas de gritar.
Intentamos dibujar garabatos con el dedo en los cristales para atisbar el camino correcto, tomamos biberones de proteínas y fibra para mantenernos en forma, diuréticos para mejorar el tránsito intestinal, manchamos las sábanas de sudor cuando tenemos una pesadilla, o cuando hacemos el amor. Seguimos teniendo la pureza bestial de una criatura cuando creamos poemas, cuadros, cerámica, cocina, música. Esperamos ser únicos y merecer todo el afecto posible del entorno, aunque no siempre nos portemos bien. Creemos en seres superiores, a veces los fabricamos, que pueden salvarnos o castigarnos, para no hacernos responsables de nuestros propios actos y seguir siendo niños, hipotecamos nuestra libertad por la seguridad y la comodidad, preferimos vivir en parques vallados que en la Naturaleza.
Sí, realmente no hemos crecido. Seguimos reproduciendo modelos de cuando éramos infantes, seguimos repitiendo patrones una y otra vez, tomamos clases de inteligencia emocional y buscamos un coach, un maestro, un guía espiritual, para que el tiempo de colegio sea eterno y podamos ser estudiantes toda la vida. Retrasamos la madurez, nos da miedo, no nos gusta cumplir años, porque ello requiere asumir nuestros actos y estar más cerca del fin que del principio.
Al final de la vida volvemos a llevar pañales, a ser protegidos, a buscar respuesta en aquellos que antes criamos. Todo es un eterno retorno a esas épocas infantiles, todo empieza y regresa en el mismo círculo concéntrico.
Sí, siempre somos niños, siempre somos niñas. Siempre somos hijos, hijas, estudiantes, amigos, indefensos, descubridoras, curiosos, sensitivas. Siempre se percibe nuestra esencia humana, aterrada ante la maldad de la guerra, conmovida por la solidaridad, por la música, por la Naturaleza. Siempre temblaremos ante un beso o un abrazo, ante el frío y la lluvia, siempre necesitamos que nos digan "lo estás haciendo bien".
Si miramos hacia delante o si miramos hacia atrás, en cualquier caso apreciaremos que esa criatura interior sigue despierta y latiendo en nosotros, formando parte del mundo y reclamando su lugar.
Cuando veo a Santiago explorando la casa, gateando con entusiasmo o comiéndose un gajo de mandarina, solo deseo parecerme a él en el asombro y la ternura con la que investiga el mundo, y en la capacidad de amar cada vez que abraza la cara de su madre, mi hermana.
Me gustaría que, conforme se haga mayor, nunca pierda el niño que fue, que es, por volverse demasiado adulto. Me gustaría que ninguno, que ninguna lo perdiéramos.
Porque ese niño o esa niña siempre late en nuestro interior deseando descubrir el mundo y ansiando encontrar nuevos motivos de alegría conforme avanzan sus pequeños, grandes pasos.