Valentín Tomé
Res publica: Autónomos del mundo, ¡uníos!
Marx y Engels, en el Manifiesto del Partido Comunista, hablan de la evolución del proletariado de clase "en sí" en clase "para sí". Las nociones de "en sí" y "para sí" reflejan las diversas fases de maduración del proletariado, del crecimiento de su autoconciencia como una fuerza política independiente. Hubo necesidad de toda una etapa histórica para que el proletariado pudiera adquirir conciencia de sus intereses como irreconciliablemente contrapuestos a los del capital.
Para los padres del materialismo histórico una cosa bien diferente era lo que la clase trabajadora era realmente, y otra, lo que los representantes de la misma creían ser mientras no alcanzaban ese proceso de maduración. Solo cuando a través de la experiencia y el pensamiento toman conciencia de su pertenencia a una clase social, es cuando lo objetivo y lo subjetivo convergen. El "en sí" se convierte entonces en "para sí".
Lo que jamás podrían imaginar nuestros dos filósofos políticos es que, casi dos siglos después de aquel desarrollo teórico, pudiese existir todavía una subclase de la clase trabajadora que se viera a sí misma como representante de su clase antagónica, la burguesía. Como si el "en sí" se hubiese transformado en un "contra sí" en lugar de "para sí". Me refiero, como seguro que ya habrá adivinado, a la clase social formado por los autónomos o incluso los pequeños empresarios.
Es probable que a inicios del siglo XIX un artesano propietario de un pequeño taller o un abogado con despacho propio pudiese no sentirse de la misma condición que el obrero de una fábrica, pero de lo que no albergaba la menor duda es de que su lugar en la sociedad se encontraba bastante lejos de el de un representante de la alta burguesía. Y es que solo bajo un proceso histórico cargado de altas dosis de manipulación y ficción ideológica, podría un autónomo verse a sí mismo como un elemento más de la clase burguesa.
Pues si bien es cierto que un autónomo puede ser propietario de su medio de producción (aunque en la mayor parte de las ocasiones este es en realidad propiedad del banco ya que casi con total seguridad el autónomo haya tenido que endeudarse para emprender), esto no lo define ni mucho menos como un capitalista. El autónomo vive de su propio trabajo y no, como el burgués, de la explotación en grandes dosis del trabajo ajeno (es decir, de la obtención del concepto marxista fundamental de plusvalía como fuente de enriquecimiento personal). Y lo mismo ocurre en el caso de cualquier propietario de una microempresa. Un autónomo, o emprendedor en la jerga posmoderna, podrá formar parte de una clase propia pero siempre subsumida dentro de la clase trabajadora, es decir como una subclase. Decimos subclase propia pues posee ciertas características que lo diferencian claramente de un trabajador asalariado, de la que la principal es, sin duda, que si bien un asalariado es explotado por otro, el burgués; el autónomo se explota a sí mismo.
Sin embargo, el 99% de los casi tres millones y medio de autónomos que existen en la actualidad en nuestro país se encuentran integrados en la Confederación Española de las Organizaciones Empresariales (CEOE). Es decir, en la misma organización que representa los intereses de la más alta burguesía. Así, Marta Ortega, Ana Botín o Ignacio Sánchez Galán comparten, según esto, intereses de clase con un fontanero, la propietaria de una cafetería o un kioskero. ¿Qué ha ocurrido entonces en todo este tiempo para que los autónomos se hayan convertido en una clase "contra sí"?
Como ya habrá imaginado, el germen de este delirio se encuentra en el neoliberalismo como principal vector ideológico de Occidente desde inicios de los años 80. En el terreno económico, el neoliberalismo estuvo asociado desde el primer momento a la globalización. El planeta entero era visto como un gran mercado de trabajadores esclavos del que las grandes multinacionales pueden hacer uso a su antojo para abaratar sus costes de producción y obtener así más plusvalías aumentado las cuotas de explotación del trabajo ajeno. Este proceso vino acompañado indisolublemente de la deslocalización y de la desindustrialización en Occidente. Las grandes factorías abandonaban sus suelos patrios en la búsqueda por todo el globo de trabajadores más desposeídos y por lo tanto más dispuestos a facilitar su explotación. Al mismo tiempo, comenzaron los grandes procesos de privatización de los antiguos monopolios públicos. Millones de personas perdían su trabajo, dejaban de ser asalariados; el trabajo fijo había pasado a convertirse en un lujo solo al alcance de aquellos que lograban un puesto dentro de la función pública. Desaparecido el sector industrial, y con un desarrollo tecnológico que permite unas dosis inimaginables pocos años antes de automatización en los procesos de producción, ya solo había lugar para la terciarización de la economía. Y el sector servicios, generador de escaso valor añadido, es el más favorable para que todas aquellas personas que no encuentran un trabajo puedan "crearse" uno, es decir, se conviertan en autónomos (emprendedores). Así, en nuestro país, se pasó de los pocos cientos de miles de autónomos en los años 80, hasta los más de tres millones en la actualidad.
Y ante los temores e incertidumbres que todo ello genera entre una población empobrecida que está poniendo en juego su escasa renta y patrimonio para abrir su propia empresa, surge entonces toda una propaganda popular, lanzada por los grandes altavoces mediáticos del sistema, en torno a lo que se ha dado en llamar pensamiento positivo. "Cree en ti y todo será posible"; "tú puedes ser lo que quieras ser"; "todos tus sueños se pueden convertir en realidad si tienes el coraje de perseguirlos"; "es duro fracasar pero es más duro no haber intentado nunca triunfar"… Los ejemplos son infinitos pero todos tienen el mismo patrón común: la acentuación positiva del individuo como ser supremo en la creación de la realidad que experimenta. Y como corolario, la desconexión del emprendedor con su clase social natural. El modelo, el referente a imitar, es ese representante de la alta burguesía, prácticamente insólito en la historia de nuestro país, que se habría hecho a sí mismo (algo metafísicamente imposible) y enriquecido a base de tesón y esfuerzo.
El caso es que en el ínterin de todo ese proceso los grandes beneficiarios han sido las élites de siempre. Los que antes eran trabajadores asalariados ahora son autónomos. Y si los primeros gozaban aún de algunos de los derechos históricos heredados de las viejas luchas sindicales (el derecho laboral largamente conquistado), que impedían al capitalista hacer con su persona lo que le viniese en gana, con los autónomos la cosa es bien diferente. Ahí ya no rige el derecho laboral, estamos hablando de relaciones comerciales, de negocios, y en ese terreno nadie es quién para decir cómo estas deben regirse. Se trata de dos empresarios que libremente negocian para tratar de alcanzar un acuerdo.
Y es entonces cuando comienza a sentirse el frágil velo que oculta toda esa ficción. La asimetría de poder, posibilitada por la tendencia natural del capitalismo a la acumulación y a la concentración, entre ambas partes es tan grande, que el autónomo realmente no negocia nada, simplemente acepta, si no quiere morirse de hambre, sabedor de que detrás suya existe un ejército de autónomos dispuesto a "negociar" con el burgués para no correr la misma suerte. Como si el reloj de la historia hubiese vuelto a los primeros tiempos de la revolución industrial, el autónomo pasa a convertirse en el peor de los proletarios, el despojado de cualquier derecho, el sujeto previo a la aparición de cualquier organización sindical.
Es por ello que surge en los últimos tiempos una epidemia que asola el mundo de las relaciones laborales, la de los falsos autónomos, en la que el capitalista trata de llevar al límite la diferencia, para tratar de diluirla, entre autónomo y asalariado. Si hemos convenido en aceptar que un autónomo es un igual más entre los elementos de la clase burguesa, el asalariado puede ser también visto entonces como un autónomo, pues es propietario también de su propia empresa irreducible e intransferible, que no es otra que su propio cuerpo. El objetivo último de todo capitalista sería entonces lograr que su empresa funcione exclusivamente mediante acuerdos comerciales con otros burgueses propietarios de su empresa-cuerpo; llegando así, por reducción al absurdo, a la desaparición de toda clase social, es decir, al comunismo.
Está claro que un delirio de estas dimensiones no puede durar eternamente. Al neoliberalismo se le están resquebrajando sus precarias costuras. Es fácil notar en las recientes manifestaciones del campo o del transporte los primeros indicios de toma conciencia de los autónomos o pequeños empresarios de que sus intereses nada tienen que ver con los de las grandes empresas o multinacionales del sector agro-ganadero o logístico. Que incluso resultan antagónicos. Y no serán las últimas, mañana mismo podrían ser los representantes del comercio minorista quienes se levanten en protesta contra la imposibilidad de supervivencia en un entorno donde los gigantes del sector, como Amazon, imponen su ley.
Pero un proceso tan traumático como ese, en el que los sujetos en cuestión sufren la zozobra y la catarsis propias de aquellos que en un breve lapso de tiempo pasan a ser conscientes de que todo aquello que creían ser no se ajusta a la realidad, es también terreno propicio, como estamos observando, para la presencia de todo tipo de oportunistas que tratan de aprovechar en su favor todo ese magma de indignación apartándolo de su dinámica de maduración natural, que no es otra que la de dejar de ser una clase "contra sí" para convertirse en una clase "para sí".
Autónomos del mundo, ¡uníos! No tenéis nada que perder más que vuestras cadenas.