Manuel Pérez Lourido
El reloj
Tras un tiempo ahorrando que me pareció una eternidad, me he comprado un reloj bueno. Todo el mundo debería tener un reloj bueno, explicaré por qué. Hay muchos tipos de relojes, o sea dos: buenos y malos. Achaco lo que voy a exponer a continuación al hecho de que el reloj del que hablo pertenece al primer tipo. Es un magnífico reloj, aunque tiene el aspecto de un reloj corrientucho. Es tal vez lo que más me gusta: que parece un reloj cualquiera y no lo es.
Lo que ocurre es que desde que tengo ese reloj, siento que soy mejor persona. Miento: desde que tengo ese reloj SOY mejor persona. Lo noto cuando me lo ciño a la muñeca por las mañanas. Nos miramos en silencio y no decimos nada, aunque ambos sabemos que comenzar el día juntos es lo mejor que nos puede pasar cuando comienza el día. Me meto en la ducha con él porque tiene el mismo derecho que yo a asearse y, sobre todo, porque es sumergible y resistente a las duchas. Mientras me seco, lo seco a él también y me lo agradece con una brillante sonrisa de su reluciente esfera. Tendemos a despreciar los sentimientos de los relojes porque los vemos como meros instrumentos, como herramientas que nos van a prestar un servicio, cuando no como acompañantes de lujo que marcarán un estatus que deseamos resaltar a toda costa. Me cruzo con mucha gente con la que suelo cruzarme y las contemplo desde el punto de vista de alguien que lleva un reloj como el mío en la muñeca. Un instrumento de humilde apariencia pero de un gran corazón. Tal vez sea eso lo que hace mi corazón más grande, capaz de ver a mis semejantes con benevolencia, deseando lo mejor para sus vidas, deseando que se les ocurra también comprarse un reloj bueno como el mío.
Consulto la hora a cada rato, solo por verlo. Es tan bonito que me pasaría un montón de tiempo contemplándolo y además sabría exactamente cuánto. ¿Para qué se compra uno un reloj si no es para mirarlo? Lo miro cuando me da la gana porque es mío. Además, a él le encanta que lo haga. No hay nada malo en ser felices.
La primera cosa que compré para mi con el dinero de mi primer trabajo remunerado fue un reloj, que regalé años después. Casi lo estoy viendo ahora mismo, recuerdo todo de él, incluyendo la correa. También pasaba mucho tiempo contemplándolo, sobre todo al principio, como hacemos al comienzo de los amores. Sin embargo, siempre supe que no se quedaría conmigo para siempre, que después de un tiempo el rumbo de nuestras vidas sería divergente.
Cuando ennovié con la que ahora es mi esposa, nos cambiamos los relojes. Una socorrida maniobra para mantenernos unidos en una época en que nuestros lugares de trabajos estaban a considerable distancia uno del otro. Un par de años después de casarnos llevábamos dos relojes exactamente iguales pero de un tamaño acorde con nuestras respectivas muñecas.
Tuve otros relojes con el paso de los años. Algunos los regalé, otros se estropearon. Nunca tuve la sensación de que había encontrado el definitivo, aquel al que me aferraría hasta el final. Aquel que se aferraría a mi muñeca hasta el momento de señalarme la hora final.
Esto último ha quedado bien tétrico. Lo dejamos ahí (nunca mejor dicho).