Kabalcanty
¡Cronch! (1ª parte)
El ruido de las ruedas del carro del hipermercado, la voz meliflua por megafonía aconsejando el producto en oferta, el zumbido monocorde del público como un tarareo hiriente e inmisericorde, el propio sonido de sus pisadas como si arrastrara cadenas, el griterío de sus hijos corriendo hacia la sección de los juguetes…
— ¡Joder, dejad los grititos, hostias!
Había notado, por vez primera, esa sensación de asfixia, de inexplicable irritación, de inquietud desbordada nada más avanzar por el pasillo del hipermercado. Su exclamación, la desmesurada orden hacia sus dos hijos, hizo que su mujer y su padre, los que le acompañaban junto al carro, le escudriñaran asombrados.
— ¿Qué narices te pasa?
Su mujer le observaba enojada, incrédula ante esa salida de tono.
El padre trató de hacer una broma para tranquilizar a los nietos, paralizados desde la advertencia absolutista de su padre.
Después él se contuvo y disimuló. Contó que se alteraba con que los chicos corrieran. "Se pueden perder y fijaos que follón", dijo de paso, urgido por la necesidad de dar carpetazo al asunto cuanto antes. Si él no sabía lo que le pasaba, ¿cómo iba a explicarlo?
La bola interna seguía botando desde su cabeza al extremo del colon. Esperaba, girando y girando dentro de su cabeza, para descender caprichosamente y procurarle una pesadez de estómago momentánea. Tiraba del carro, cada vez más lleno de productos, refrenando las ansias de empujarlo contra los clientes que abarrotaban los pasillos, las cajas, los stands con las ofertas del día. La iracundia le percutía en las sienes, le recorría las muelas para alojarse en un redolorcillo que le encajaba las mandíbulas en un emplasto de acero.
En el parking fue metiendo las cosas en el maletero alertado por una sensación que le empujaba a amontonarlo todo. Escuchaba a su mujer, pero no deseaba parar porque la angustia no cesaría; luego sería el tráfico lento o la imposibilidad de aparcar el coche lo más cerca de su casa.
— Estás de los nervios -le dijo ella cuando se puso al volante- Además, lo peor de todo, es que lo pagas con nosotros.
No quería pagarlo con nadie (o quizá, sí, pensaba cuando su mente se embotaba de sensaciones apremiantes), sin embargo tenía el barrunto de que su cuerpo era agredido como si su existencia fuese un puchimbol público al que cualquiera tuviera acceso.
— Todos tenemos días alterados -añadió el padre, siempre conciliador- Cuando trabajaba, al comenzar cualquier faena, sobre todo las de mayor responsabilidad, tu madre me decía al llegar a casa que me ponía insoportable. Y tenía razón la mujer.
Comieron. Luego se pusieron a ver una película noña que daban por televisión.
— Creo que necesito una siesta.
Les dijo, yéndose a la cama.
Conciliar el sueño, liberar su cabeza de una intranquilidad que parecía no tener fundamento claro, fue tarea imposible. Primero cerró herméticamente la ventana y bajó la persiana porque la luz se erigía turbadora. Después fue el sonido del televisor que se filtraba displicente entre el tabique.
— Está bien, bajaremos el volumen.
Dijo su mujer desde el salón.
Pero un latido sacudía sus párpados que, al abrir los ojos, se fugaba por encima de sus cejas para encajarse en su frente. Sus pensamientos se teñían de sombras: presagios de enfermedades duraderas y agresivas que acabarían postrándole en un impasse infernal; días sin sentido que irían acumulándose hasta un colofón insoportable; terrores cotidianos que iban cambiando de forma y de lugar negándole no sólo la paz del sueño, sino el necesario equilibrio para sostenerse vertical.
Aquel sábado de otoño fue el inicio. Mientras tanto, bebía. Ahí hallaba las dos horas del día, quizá, más conciliadoras. La ginebra corría por sus venas a la par que su mente atajaba lianas perturbadoras. Se avenía, en esos momentos, con su vida. Se encerraba en la cocina para tejer proyectos que, horas más tarde, caían a un precipicio insondable. Esa tregua que conseguía a base de alcohol la empezó a experimentar años atrás, cuando todavía ni se atisbaba la posibilidad del desasosiego. Comenzó los fines de semana, siempre en soledad como si cualquier mirada pudiera reprocharle su actitud, luego fue aumentando días hasta llegar a los siete. No se arrepentía. El alcohol le procuraba soñar despierto, convertirse en un hombre dispuesto a cualquier cosa con tal de sentirse bien. Poco a poco, al tiempo que la cantidad de alcohol iba en aumento, una fuerza casi sobrenatural poblaba su cabeza con una personalidad arrasadora que nunca decía que no a los peligros y jamás conocía fracaso. Eso sí, todo se reducía al espacio de tiempo que dedicaba a la bebida, al día siguiente, o tal vez a las dos o tres horas después de la ingesta, su vida volvía a la ruin cotidianidad: un trabajo que detestaba, una hipoteca por pagar, unos hijos por criar, un matrimonio atrapado en la rutina. No era la vida que construía su mente cuando bebía. Le dolía su existencia pero lograba subsistir a base de alcohol y costumbre.
Ese sábado todo parecía haber cambiado.
El lunes se incrementó la presión. Al despertar y constatar que era el primer día de una larga semana, un nubarrón plomizo, tan pesado que le hizo cerrar los ojos un par de veces, se hinchó dentro de su cráneo. Le apretaba en la parte trasera de la cabeza derramándose y extendiéndose por los hombros en un bucle. El efecto le produjo unas náuseas que reprimió bebiendo varios vasos de agua. Ni siquiera tomó café. Salió de casa sudoroso, confundido, irritado, y tomó el metro con la impresión de entregarse a una muerte segura.