Kabalcanty
La mar de bien
Desembaló la maleta con premura para colocar la ropa en el armario. Todo estaba algo polvoriento y lo cabal habría sido limpiar las baldas y los cajones, pero ella no podía entretenerse demasiado en lo que superfluo porque su viaje se centraba en algo más importante.
Se puso ropa cómoda, cogió el bolso y echó a andar. Todavía quedaban los últimos rastros de la primavera y el sol era caricia. Caminaba con la sensación de encontrarse más liviana, sin las molestas ataduras del ritmo cotidiano y el implacable estrés de la ciudad. Y sobre todo, tenía el empecinamiento de ser feliz sin artilugios. Alternaba el sol y la sombra sobre la acera festoneada de palmeras sintiendo ya la brisa marina como una bocanada de esperanza. Reconoció el rostro más avejentado del vendedor de fruta bajando el toldo sobre el muestrario multicolor de su negocio. Al hombre calvo que alquilaba las bicicletas. También evocó la escalera ajada que conducía al polideportivo, llena de papelotes y hojas secas, mostrando una evidente falta de entusiastas por el culto al cuerpo. Pudo entristecerla aquella imagen de abandono, sin embargo su cometido era tan positivo que nada podía torcer sus ganas de reencontrarse con su pasado más amable.
Al llegar a las primeras calles del pueblo se fijó en el reflejo de su silueta en el escaparate de la agencia inmobiliaria. Estaba más rellenita, las piernas regordetas y las rodillas, ¡uff!, hinchadas y como descolocadas de su sitio; no era joven pero mantenía un rostro terso todavía y su ritmo al caminar no era cansino. Le hubiera gustado un culo más firme y unas caderas sin la demolición de los dos partos, lo mismo que le hubiera encantado que le hubiese tocado la lotería y poder viajar hasta allí en un automóvil potente y no en el pobre Seat de más de diez años.
Cuando se abrió ante ella la playa, al final de la calle angosta donde anidaban por cientos aquellos pájaros tan escandalosos en el árbol centenario, tuvo que detenerse. El mar se extendía como una lengua infinita reluciendo sobre sus aguas mansas el camino áureo de los rayos solares hasta la línea que se volcaba en el horizonte. Aquellas aguas saladas eran su viva reminiscencia. Sintió ganas de llorar y tragó saliva por dos veces. El olor del agua salada llenaba su cabeza de recuerdos almibarados y al cerrar los ojos, como hizo impulsada por las imágenes que se agolpaban sobre sus cejas, supo que aquel viaje era más que necesario. Lo disfrutaría en soledad, tal y como lo concibió en las largas jornadas laborales de pleno aburrimiento, porque solamente ella podría disfrutar de lo que buscaba con el silencio bullicioso de sus recuerdos. Se convenció que esos pocos días que pasaría en el pueblo costero no acarrearía recuerdos negativos, que también los había, y que sólo se reconciliaría con la nata de los veranos pasados allí. Para malos tragos ya tenía el tiempo necesario en la ciudad: su cercana separación, la muerte de su madre, la enfermedad de su hijo, eso lo aparcaría de momento. Necesitaba creerse feliz, aunque fuera por cuarenta y ocho horas.
Se sentó en la terraza de un bar, no el de entonces, pues ya no existía, sino en uno que tenía unas sombrillas enormes y disponía de una vista privilegiada de la playa elevado sobre el paseo marítimo. No había nadie en la terraza, lo que le agradó bastante.
Pidió un refresco de naranja ("Con mucho hielo, por favor", así como le pedía al camarero siempre) y unas olivas con ese aliño tan especial de la zona.
El murmullo del mar le comunicaba las últimas noticias. No eran del todo buenas (sus aguas enfermas por los vertidos químicos incontrolados de las explotaciones agrícolas amontonaban algas muertas atrincherando la orilla de la playa con un ribete verde-pastoso), sin embargo las aguas seguían meciéndose indolentes emitiendo las olas de siempre, tan pacificas y tan repletas de rumores.
Observó a un paciente pescador, encaramado en lo alto de la escollera, escudriñar la quietud de su sedal. Era un hombre de mediana edad ("Algo más joven que yo. Parece atractivo con sus brazos bronceados y su perfil griego", se decía, oculta tras el cristal anaranjado de su vaso) que meditaba inamovible y ajeno a su alrededor.
Ya no le hacía falta entornar los ojos para que se hiciese viviente el recuerdo. Se veía charlar en la mesa de al lado con amigos o familiares veintitantos años más joven, reír o subirse sobre la silla y cantar: "Yo digo salta, salta conmigo. Digo salta, salta conmigo. Salta, salta conmigo. Hey", mientras los demás coreaban y prorrumpían en grititos jubilosos. Contemplaba juguetear en la arena de la playa a sus hijos, a sus sobrinos, a los hijos de sus amigos, y oír su jaleoso pulso infantil correteando hacia las olas o construyendo diques efímeros en la orilla. La memoria escogía con la delicadeza de una niña mayor que se negaba al asalto lacrimógeno.
En el cielo vio pasar una avioneta con el anuncio de una fiesta en un pueblo cercano. Carraspeaba su motor y soltaba pequeños grumos de humo sobre un celeste empeñado en la pulcritud. Si el mar estaba herido de contaminación, el firmamento contrarrestaba con una limpieza esmerada. Se podían distinguir, a lo lejos, formando parte de esa media luna que contenía ese mar calmo, los rascacielos pomposos jalonando la costa más afamada de la zona. Se trasladó a aquellos chiringuitos para degustar el sabor de las paellas, en estíos en los que no contaban el colesterol ni el ácido úrico, masticando parte del viento. Se relamió al primer bocado, sonriendo al camarero indiscreto que la espiaba desde la entrada del bar.
Era hora de comer. Se lo advirtió su flirteo con el recuerdo pasado y se lo confirmó el rugir de sus tripas, mas no tenía prisa. "La prisa ha sido decapitada", se dijo, notando una invasión reconfortante que le hizo sacudir su melena teñida y tender el rostro al sol.
En vez de otro refresco de naranja, pidió al camarero fisgón una cerveza y una ración de chipirones. "Bien frititos, por favor", le advirtió. Pintar la vida de colores le era tan factible que tuvo que frenarse para no gritar y volver a llamar la atención del camarero. Necesitaba desprenderse en parte de un júbilo que parecía desbordársele. Sacó el móvil del bolso, se hizo un selfy y le envió un guasap a Tina, su mejor amiga. Luego, volvió los ojos a la elocuencia marina.