Kabalcanty
Un asunto de mal olor (1ª parte)
Entre el visillo observó la calle. Avanzada la mañana, pocas eran las gentes que se aventuraban a transitar la acera, el calor se hacía patente a esas horas y sólo algunos, los más atrevidos o aquellos que les urgía cualquier encomienda, se atrevían a discurrir por la línea de sombra pegados a las fachadas de los edificios. A Leire le gustaban más los días invernales o primaverales, aquellos en los que se llenaba la calle de voces, tráfico y de personas ajetreadas. Detenidos en el semáforo, inventaba historias viendo a los conductores y sus acompañantes. Se deleitaba fantaseando vidas ajenas desde la ventana y cuantas más vidas atisbara más se ensanchaba su imaginación. Horas y horas sentada parapetada tras el visillo. De alguna manera esa observación le hacía sentirse viva y feliz.
Sonó el timbre de la puerta un par de veces. Leire, como le ocurría siempre, se sobresaltó y siguió clavada en la silla pero alerta. Volvió a sonar. De puntillas fue acercándose hasta la puerta. Descorrió la mirilla. Era un hombre de unos cuarenta años que sujetaba lo que parecía ser el palo de una escoba.
— ¿Qué desea?- preguntó ella desafiante.
— Soy Antonio, el portero que suplente de este mes -dijo el hombre con desparpajo- Manolo se ha ido de vacaciones y he pensado que debía presentarme a los vecinos. Si no quiere abrir, no lo haga, señora. Simplemente me pongo a su disposición para lo que crea conveniente.
Leire le dio las gracias y el hombre se puso a trajinar en el rellano.
Volvió a su sitio junto a la ventana. Cogió el móvil y primero abrió Facebook. No tenía nada reseñable, fotos repetitivas deseándole feliz día o frases que pretendían un mensaje positivo o lacónico, similar a lo que ella colgaba. Era el mundo virtual por el que se movía. Luego fue a Instagram. La foto del paisaje bucólico que subió el día anterior tenía algunos likes. Tal vez demasiado pocos. Eso la entristeció. Era un paisaje nocturno maravilloso iluminado por un pedazo de luna que parecía derramarse sobre el sendero entre unos árboles esbeltos de frondosas copas. No entendía por qué no gustaba más. "Es tan insensible la gente, tanto, tanto", se dijo. Esa era la misma frase que le repetía su madre enferma cuando ella se quejaba de la poca repercusión de sus publicaciones.
— …No te angusties, mi niña, tú eres tan emotiva, tan delicada, que no comprendes que haya personas frías. Es tan insensible la gente, tanto, tanto.
Recordaba aquellas palabras de su madre, sentada en la silla de ruedas, mientras le acariciaba el cabello o le tomaba las manos en una caricia larga y suave desde las muñecas a los dedos. Habían sido muchos años cuidándola, charlando con ella, atendiendo a las necesidades de una anciana enferma con escasa movilidad.
— Cualquier día, puede que hoy mismo, mañana quizá, encontrarás a alguien que sepa valorar la flor tierna que llevas dentro. Tu madre es ya muy vieja y no estará contigo para siempre.
— ¡No digas eso! -reaccionaba Leire disgustada- Tú vivirás a todas las adversidades, madre. Eres más fuerte de lo que crees. ¡Y no eres tan vieja, jolín!
Pero murió un día de calor extremo en su cama y en el más absoluto silencio. Se fue sin despedirse, durmiendo, y dejándola sola en aquella casa tan céntrica de la ciudad.
En la cocina cocían unos puerros y unas acelgas. Hervían en la cacerola cuando ella se acercó a bajar la potencia del fuego. Al mirar el reloj de la cocina se percató lo temprano que era. La mañana se estaba haciendo larga. El día se hacía largo, se dijo sin querer ahondar más en el asunto. Se apoyó junto a los fuegos y volvió a mirar el móvil. Fue al poco cuando le vino la ráfaga de mal olor.
— ¡Rediós, otra vez! -exclamó en voz alta perdiendo la mirada en el pasillo que salía de la cocina.
Frunció el ceño y recorrió un par de veces el ancho del habitáculo. Daba rápidas miraditas al fondo del pasillo meditando algo que la incomodaba al tiempo que murmuraba para sí. De mala gana, decidió por coger un ambientador en spray. Pulsó un par de veces para comprobar la fragancia. Arrugó la nariz y sólo a la quinta o sexta rociada pareció convencerse.
Se adentró por el pasillo escudriñando el entarimado del suelo. Crujía a sus pasos mientras la luz iba cediendo hacia una oscuridad cada vez más concentrada. Como el olor se iba acentuando, se tapó la nariz haciendo un gesto de asco. Cuando llegó a un punto, totalmente oscuro, prendió una cerilla y pisó briosa varias veces el entarimado. Escuchaba atenta el eco. Al final, asintió soplando la cerilla. Luego pulverizó con el ambientador muchas veces….. Diez, quince, veinte…. hasta que notó que el recipiente goteaba en extremo. Aspiró, sintiendo todavía en sus manos las últimas gotitas del spray. Desde la oscuridad fue reapareciendo su silueta. Volvía con pasos más vigorosos hasta que estornudó cuando ya casi llegaba a la puerta de la cocina.
— Cualquier día me enveneno con tanto flus flus.
Dijo, en un suspiro, echando mano a un pañuelo de papel.
Junto a la ventana buscó una foto en internet. Sabía la que tenía que escoger. El texto lo descargaría desde la página web de costumbre. Ponía su máxima atención pasando una y otra fotografía, deteniéndose, observándola desde distintas posiciones. Pasada una hora en la búsqueda, exclamó "¡Esta!", esbozando una abierta sonrisa.
Antes de terminar su cometido, regresó a la cocina para preparar el plato. Consultó el reloj y asintió mascullando: "Ya es buena hora". Se acercó al pequeño aparato de televisión y lo encendió. La pantalla se iluminó mostrando a un hombre trajeado que preguntaba a otros en una mesa semicircular. Leire se encogió de hombros y ajustó el volumen al mínimo. Después volvió al móvil sentada frente a la pantalla muda.