Kabalcanty
Un asunto de mal olor (3ª parte)
Primero escuchó el rumor en las escaleras. Voces entremezcladas con la dicción grave de Antonio, el portero suplente. Leire estaba dando los últimos retoques a una foto con texto que halló en la Red y que le pareció fascinante. Hablaba del amor inmortal entre dos almas que, ya fuera de este mundo terrenal, seguían nombrando su pasión con vehemencia juvenil. Se veía una especie de figura angelical que abrazaba, entre una nube de velos y brumas, un corazón con extremidades humanas. No tenía pretensión de poema, pues carecía de autor o libro de referencia, sin embargo para ella era unos de los mejores versos leídos en su vida. Y no es que Leire fuera muy leída en lirica (Bécquer, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y, quizá, algo de Rubén Dario, por supuesto nada de poesía contemporánea), pero se tenía por lo suficientemente perceptiva para diferenciar calidad y belleza entre sensiblería y torpeza.
Volvió a escuchar las voces en la escalera. "Pero bueno, esta gente no tiene otra cosa que vocear en la escalera", se dijo, levantando la vista del móvil. Luego sonó el timbre brioso. Leire cerró los ojos y sacudió la cabeza con fastidio. Dos veces, sonó una tercera vez más prolongado.
Abrió la puerta y se encontró con Antonio y tres vecinos más. La observaban algo cohibidos, sin que nadie se atreviese a darle el motivo de la llamada.
— Verá, señora Leire. -comenzó Antonio, cambiándose la gamuza de hombro- Tenemos una avería de agua en el cuarto izquierda, el de encima de usted, el del señor Abdón y su señora. Parece que es la general. Así que, si usted me da su permiso, tendría que entrar a su casa no vaya a ser que tenga la casa hecha un mar.
— De sobra sé yo si mi casa es un mar o un páramo.
Leire no quería que entrara nadie a su casa. Desde que se fue mamá, nadie traspasó su umbral y deseaba que esto siguiera así. A nadie debería importarle la vida que hacen los demás en sus casas.
— Simplemente es para verificar que la fuga es del tramo de la vertical del cuarto. -dijo el portero al notar la aversión de la vecina- Será un minuto, cortaremos el agua de los izquierdas hasta que lo arregle el fontanero.
Leire le miró de forma sesgada.
Los demás vecinos, tras la espalda del portero, la escudriñaban murmurando por lo bajo. "Desde que a la señora Pura la colocó en una residencia, esta no deja entrar en su casa ni al nuncio papal", masculló una vieja a otra. "Más rara que un perro verde", le contestó. El tercer vecino, un hombre de mediana edad que se calzaba una gorra deslustrada, se encogió de hombros diciendo en voz baja: "Cada quién es cada cual".
Pasó Antonio a la casa cerrando Leire, de un portazo, en las mismas narices de los vecinos.
— Tiene una casa amplia y céntrica. Me pregunto si demasiado grande para vivir usted sola ¿no?
Le dijo volviendo la cabeza.
Ella le contestó con un gruñido a sus espaldas.
— Ve, señora Leire, ese mal olor tiene que ver con la avería.
Dijo el portero, señalando el fondo umbrío del pasillo.
Antonio encendió la linterna que colgaba del cinto de su pantalón para señalarle el esquinazo del techo. Era una mancha bruñida que recorría pared abajo desde la techumbre.
— Pero ¡vaya peste! -exclamó Antonio- Eso lo mismo es que hay algo de conexión con las agua fecales.
Se tapaba la nariz moviendo de arriba abajo la limterna.
Leire estaba retirada a unos metros de él, justo en el límite donde todavía llegaba la luz solar. Le miraba con desconfianza y el gesto ceñudo.
— Pues nada. Hay que cortar el agua de todos los izquierdas y esperar al "fonta".
Trataba de congraciarse y empatizar con el contratiempo. No veía a aquella señora muy dispuesta a colaborar, pero tendría que hacerlo.
— Coja usted agua suficiente por lo que pueda pasar -le dijo saliendo de las sombras- Yo les doy quince minutos antes de cortar. Voy a comunicárselo a todos los vecinos.
— ¡Quiero que esto esté arreglado lo antes posible! -dijo exaltada, señalándole el pecho.
— Por supuesto, señora Leire. Pero, ya sabe, el parte al seguro de la comunidad, la visita del "fonta", la apertura de las calas….. El follón de costumbre. Sé que es una incomodidad, pero usted me dirá que nos toca.
Leire respiró con sonoridad. Se giró unos instantes hacia la puerta de la cocina como si tratase de ocultar una furia incontrolable.
— ¡¡Esto tiene que estar solucionado en veinticuatro horas!!
Antonio puso un gesto severo. Ni siquiera se despidió cuando tomó el pasillo de vuelta.
Al escuchar el golpe de la puerta, Leire maldijo varias veces. Examinó el fondo del pasillo e hizo un gesto de incomodidad. Aunque tuvo intención de entrar en la cocina, se dio la vuelta repentinamente para dirigirse a la salita donde estaba el móvil. En su semblante se dibujó un entusiasmo que le hacía mover los labios al tiempo que aceleraba para llegar al aparato. Sin más dilación, colgó la fotografía con la inscripción en Facebook. Esperaría veinte, treinta minutos. "Está tiene que gustar", se dijo sin poder contener el regocijo.
Esperó, mirando la calle tras el visillo, ocupándose de un niño que corría despavorido con una mochila a la espalda. Sonrió al verle saltar sobre un charco y describir una cabriola que brilló sus piernecitas al contraluz del sol. Luego fue tras una mujer enlutada que se arrimaba a la fachada de las casas como si quisiera evitar el contacto con el resto de viandantes. "Una mujer sola que huye de sí misma y de los demás", musitó acercándose más al cristal de la ventana. "Recela, pero sigue su camino con decisión" Leire siguió imaginando la historia de la mujer enlutada hasta que dobló la esquina. Luego halló a una jovencita que parecía observarla de lejos. Se retiró del visillo para seguir la observación en oblicuo.
Sonó la alarma del móvil justo a los veinticinco minutos. Fue hasta la salita presurosa. Abrió la red social. Después tiró el teléfono contra el butacón y pataleó un par de veces. "¡No tienen sensibilidad! ¡Pandilla de borregos!", gritó escudriñando la puerta de la casa.