
David Darriba Pérez
A pie del bosque
Aún son bañadas por el río las vetustas aceñas que siguen en pie. En uno de los márgenes, los extensos maizales, ya crecidos, nos avisan de lo pequeños que somos; en el otro, el bosque se encierra en su fortaleza. Por aguas más calmadas, los zapateros navegan como barcos veleros. Gorjean coloridos pájaros y entre la maleza se deslizan sigilosas culebrillas. Álamos, robles, abedules y sauces son abrigados por tupidas hiedras. Así discurre este paraje hasta casi llegar a la aldea. Si bien el río se aleja de ella, es visitado por su humilde arroyo, sólo en temporadas que trae mucha agua, para regar las huertas colindantes. Aunque se ven algunas casas de ladrillo con una de esas cubiertas de uralita en uno de los muros de la fachada, la mayoría son de piedra que aguantan lo que les echen. Un día quedan abandonadas y la naturaleza se encarga de reintegrarlas, permaneciendo únicamente un vestigio a modo de fósil o espectro.
En estas tierras habitan los tardos y trasnos. Hay que saber diferenciarlos bien y nos podremos evitar disgustos. A veces se cuelan por las noches en las casas de aquéllos que no han tenido la prudencia de dejar un cuenco de trigo sobre la mesa. Aquí no se conoce a nadie que haya visto mouros (o no quieren decirlo), pero también los hay. De todos es bien sabido el trato que ha habido a lo largo de la historia con estos seres. En cuanto un vecino amasa una fortuna venida de la nada se rumorea. En ocasiones se equivocan; sin embargo, en otras...
Eso es lo que ocurrió con Queitán. Ya hace mucho y las habladurías y los años se han encargado de alterar la historia. La realidad de ésta es que en una Noche de San Juan, al calor de la hoguera y al de un tinto peleón de casa, a Queitán se le apareció un mouro entre la soledad de unos castaños. Sus cerca de tres metros y la deformidad de cuerpo y rostro, le hicieron recordar los que siempre creyó cuentos de viejos. Pronto trastabilló unos rezos que no surtieron efecto y el mouro empezó a hablar. Le pidió los pocos animales que tenía: cinco puercos, dos vacas, catorce gallinas y tres gallos. A cambio, un cofre de oro y bajo la condición de permanecer callado. Es la condición que piden estos gigantones. De incumplirla, el oro se convertirá en piedras o carbón, pudiendo incluso a pagarlo con la vida. A pesar de esto, el bueno de Queitán no se lo pensó dos veces, que las apreturas económicas dan para tal desafío y muchos más. Decidió ser una tumba al respecto y cerraron el trato. Pasó el tiempo y también a estar en la boca de muchos: "Mira Queitán, o que ata hai pouco limpaba a terra da comida que se lle caía ao chan". "Mouros hai detrás de todo isto. Facédeme caso". "Son tratos co demo. Venduelle a súa alma como se venden os ovos das galiñas. Xa debe estar a cheirar o xofre". Éstas y muchas más, eran las cosas que chismorreaban sobre él. Ni que decir tiene que hablaba la envidia. Y la envidia es tan mala, que una tarde dos conocidos lo metieron en una taberna y comenzando a pedir vinos por aquí y vinos por allá, intentaron sonsacarle de dónde provenía su buenaventura. Se mantuvo esquivo en todo momento. Pero ellos seguían pidiendo un vino tras otro. Y tanto alcohol distrajo sus sentidos de tal manera que al fin narró con todo detalle lo sucedido. Cuando fue a pagar con unas de las monedas que obtuvo al cambiar el oro, experimentó la desagradable sorpresa que lo que había dejado encima del mostrador no eran más que unas negras y suaves piedras. El pobre de Queitán, perdida su fortuna y animales, lloró con amargura...
El olor de las brasas recorre toda la aldea; el del incienso de la iglesia merodea las calles cercanas. Los caracoles pueblan los muros. Algo ha llovido en este día de verano, aunque sin llegar a formar barro. Parece que levanta porque el sol procura abrirse camino. Incluso promete que terminará haciendo calor.