Manuel Pérez Lourido
Fútbol de veteranos
La misma incapacidad para experimentar una lejanísima noción de ridículo que me trajo hasta estas páginas fue la que hace unos años me llevó a jugar al fútbol de veteranos. En realidad, aquello era de todo menos fútbol y hacíamos casi de todo menos jugar. Pero nos lo tomábamos en serio. Había entradas de una contundencia que asustarían al Pepe de los peores días, carreras por la banda en las que las barrigas retumbaban con tal sonoridad que más de uno nos girábamos hacia el público por si alguien estaba filmando semejante espectáculo. A pesar de esas evidencias, salíamos al campo con una apostura que ni que se hubiese detectado la presencia de un seleccionador nacional, aunque sólo tendría explicación que fuese el de salto de la rana...
El nivel futbolístico desplegado en el campo y que hacía que la competición fuese la de menor número de espectadores de todo el planeta, encontraba similitudes en el estamento arbitral. Orondos señores o imberbes muchachos con un ligero conocimiento de las normas elementales del juego y practicamente ninguna idea de como hacerlas respetar, un pantalón oscuro y un silbato en la boca, se jugaban la vida delante de nuestras narices por un puñado de euros. A más de uno hemos visto correr hacia el vestuario antes de tiempo. Qué tiempos aquellos.
Se trata de una forma de recuperación de aquella emulación infantil de las jugadas de nuestros jugadores favoritos, cuando suplíamos con la imaginación lo que la técnica, o más bien la carencia de ella, nos negaba. Igual que en veteranos.
Los sábados por la tarde, en lugar de la película en el salón, tocaba montarse una película de futbolistas desaprovechados. En autos particulares nos desplazabámos a campos de juego situados normalmente en lo más alto del monte más alto del pueblo en cuestión. El terreno solía presentar dos versiones: duro como el pedernal en la temporada seca y encharcado, enfangado y lastimoso (porque te lastimabas al resbalar) en la de lluvias. El agua de las duchas te hacía un agujero en la cabeza si no había repuesto de bombona. Etc, etc. Luego vino la Diputación y puso césped artificial y no sé si hasta majorettes antes de los partidos, pero uno ya no vivió esa Jauja.
Al terminar los encuentros y porque aquello se quedaba en eso, en "encuentros", los equipos se reunían en torno a unas cervezas a celebrar que todos sus componentes seguían vivos. Se trasegaba también vino del país y se acompañaba de viandas procedentes en su mayoría de diversas partes del cochino, también del país, no fuese que el correr tras la pelota o el ver pasar la pelota nos hiciese adelgazar. Nadie jugaba al fútbol en veteranos para adelgazar, es más, juraría que estaba prohibido. Se trataba de jugarse la vida por puro amor al riesgo y al peligro: tras una semana de vida sedentaria, sin ningún tipo de preparación física previa, después de la comilona del sábado y tras los chupitos correspondientes, una insospechada cantidad de cuarentones con sobrepeso nos poníamos a perseguir un balón durante 90 minutos intentando no palmarla. En realidad, más que cervezas, al terminar tendríamos que brindar con cava.
Y sin embargo o por eso mismo, cuánto se echa de menos aquella entrañable camaradería, aquella épica rupestre, aquel boato indumentario consistente en una sudadera de propaganda...
Las mejores cosas de la vida son tan sencillas y tan sinceras como un partido de fútbol que se celebra sólo por el placer de jugarlo.