Kabalcanty
Literatos (2ª parte)
La entrada al Ateneo era un portalón lúgubre con olor a polvo retestinado. Desde los altos techos debería colgar algún artificio luminoso que no se llegaba a apreciar; una luz amarillenta y débil bañaba en claroscuros el ámbito. Había un bedel que paseaba en una entrada acristalada que me llamó con la mano.
— Ah, viene usted a la charleta -dijo comprobando mi invitación- Pase y diríjase a la sala de actos, justo a la izquierda, esa puerta con los colgantillos dorados.
El bedel me sonrío en un gesto escueto y rutinario.
Ciertamente que del portón acristalado que me dijo pendían unos cordeles áureos, sucios y despeluchados, en concordancia con el entorno. Tras los cristales de la puerta vi movimiento humano en consonancia con un murmullo implícito. Atravesé la puerta haciendo sonar los goznes con un quejido agónico que precipitó la atención de los reunidos. Los más cercanos me escrutaron con cierto aire de contrariedad, o me pareció a mí a juzgar por sus asentimientos con ánimo de una reiteración molesta con que recibieron mi presencia. Me cobijé en el primer rincón que tuve a mano y, tras mi irrupción incómoda, entré a formar parte del club de los convidados de piedra.
Seis o siete grupos se distribuían en círculos, en paralelo a las filas de butacas, frente a una mesa larga con ocho asientos. Todos hablaban en voz baja, casi en un susurro, y la mayoría portaban carpetas similares a la mía o gruesos libros que sostenían bajo los brazos. Había pocos jóvenes, tres o cuatro identifiqué, incluyéndome a mí que, debido a la media de edad, pasaba por zagal. Más cercanos a la mesa larga, vestidos de manera más ostentosa (sus trajes, onerosos y oscuros, fortalecían su empaque) y de rostros más lustrosos (sus barbas, perillas, bigotes y corte de pelo eran más depurados que los del resto), se reunían los ocho que, supuse, ocuparían las poltronas de la mesa. Sin duda, eran los que cortarían el bacalao en la tertulia. Fueron ellos mismo, en concreto un tipo enjuto de pelo largo y blanco y voz cavernosa que llevaba un libro orondo del cual sobresalían multitud de pedacitos de folios, los que en un ademán solemne ordenaron que se ocuparan los asientos a la vez que ellos se instalaban en los suyos. Carraspeó un par de veces el hombre flaco antes de decir: "Señores literatos, hoy la tertulia literaria versará sobre la influencia de Luis de Góngora en la poesía mundial". Hubo en leve murmullo que yo aproveché para acomodar lo mejor posible mis posaderas en esas butacas decimonónicas e insufribles.
— Paso la palabra a don Gil Batuecas, catedrático emérito de la Universidad Sureña y experto reconocido por todo el orbe de la obra del poeta cordobés.
Una explosión de aplausos enfervorecidos levantó todas las pelusas del recinto.
A Gil Batuecas le costó un mundo levantarse de la poltrona. Sus carnes abundantes y fofas, mal distribuidas en una cintura pantagruélica y una papada de pelícano, le impedían incorporarse con soltura. Antes de ponerse unas gafas de montura acerada y hablar, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo que sacó trabajosamente de su impoluta chaqueta.
— En Góngora se da una paradoja, por un lado es el canon de la poesía académica alabado y ensalzado por todas las academias del mundo y por otro su papel en la poesía es precisamente anti académico pues llevó a una revolución barroca a la poesía que iba precisamente en contra de los cánones. Pero esa paradoja es la que le hace ser uno de los poetas fundamentales en la historia de la literatura mundial y la historia de la poesía…..
A medida que proseguía la alocución, Morfeo me tentaba con disimuladas cabezadas que provocaron la mirada airada del asistente contiguo. Escuchaba a Gil Batuecas desde una nube que me borraba la vista y el sentido. En el instante que alguien musitó mi nombre de pila, creo que estaba completamente dormido.
Giré la cabeza hacia atrás para atender a esa llamada que tuvo que tocarme en el hombro para que espabilara del todo. Un hombre de una delgadez extrema y media barba me hacía señas para que abandonara mi butaca y le siguiera. Medio adormilado, no le hice caso la primera vez.
— Vengo de parte de Pepe Luis, sígame, por favor -me chistó en medio de la conferencia.
Varios asistentes se llevaron la mano a los labios censurándonos.
—…La fecundidad de su legado es universal e inabarcable.-seguía Gil Batuecas- "¿Quién escribe hoy que no sea besando la huella de Góngora, o quien ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no haya sido mirando su luz?" escribió ya en el siglo XVII Martín Vázquez Siruela. Según Martha Lilia "la lírica gongorina conformó no sólo la lengua poética de prestigio, sino casi la única lengua poética que podía concebirse."….
El tipo llegó a tirarme del brazo diciéndome: "Vamos, hombre, antes de que empiecen las preguntas y esto sea un gallinero."
Casi en volandas, me llevó afuera de la sala y me condujo a un cuarto oscuro, debajo de la escalinata principal, en el que se veían apilados objetos de limpieza.
— Debe ser un asunto de extraordinario boato cuando me trae usted a un sitio de tanto abolengo -le dije, sin enmascarar mi enojo, sacudiendo mi carterilla desafiante.
— Perdona, no era mi intención cabrearte, pero es que estabas amodorrado, tío. Innegable ¿no? Me llamo Justino Ramírez, puedes tutearme. Soy un poeta poco conocido que tengo un tinglado pendiente con Pepe Luis, el abogado ese que conocemos.
El tipo, visto de más cerca, tenía mala pinta, como de pordiosero o de quinqui. Su delgadez y su tez muy morena le daban un aspecto de bandolero serrano. Llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello y una chaqueta de pana raída. Su aliento despedía un olor a coñac rancio.
Asentí esperando más datos.
— Bueno…. -siguió titubeante, buscando las palabras mientras chasqueaba los dedos- Cómo te diría yo…. Pepe Luis y yo somos como socios, algo así….y… y hemos pensado en ti para que seamos tres. Joder, vamos a algún garito y te cuento.
Me dejé llevar a la calle. Me condujo por unas callejas angostas repletas de bares y terrazas con gente atestando los locales. Íbamos deprisa, como urgidos por una cita a la que no podíamos llegar tarde.
— Joder, me ha costado un potosí encontrarte -dijo jadeante- Vas demasiado elegante entre tanto pingüino; yo te hacía vestido de gallofero, según las indicaciones de nuestro socio común. Quería que te quedaras con la jeta del Batuecas, pero que no te dejaras ver tanto, ¿entiendes?
No entendía, claro que no. Si me dejé llevar hasta el cochambroso antro con la urgencia de Justino Ramírez fue por una curiosidad malsana que siempre me ha traído pésimas consecuencias, y también, todo hay que decirlo, porque en el Ateneo mi único aporte era sestear.