Kabalcanty
Literatos (11ª parte)
El jaleo era tremendo en aquel salón engalanado. Batuecas, con los brazos abiertos y el gesto desencajado, pedía explicaciones a diestro y a siniestro sin hallar interlocutor. Salida de entre el alboroto, Úrsula, el ama de llaves, trataba de llamar la atención de su señor. Sabino, el hermano de Batuecas, un tipo muy hermético con el que apenas intercambié algún que otro saludo, subió al tablao para templar los ánimos.
— Este energúmeno que se empeña en que tiene que hablar con el señor sea de la forma que sea -decía Úrsula, colorada, señalando a un hombre que tenía cogido del brazo- Yo he tratado de explicarle, pero él erre que erre.
No me extrañó del todo comprobar que el tipo que propició el follón era ni más ni menos que Tobías, el padre de Justino. Forcejeaba con el ama de llaves con el propósito de llamar la atención de Batuecas.
— Si está aquí mi hijo Justino -gritaba Tobías con la calva rutilante y la cara enrojecida- la cosa va mal. Sólo quiero saber eso: si está mi hijo y la pécora de su novia.
Sabino hizo de traductor mientras el alboroto pareció ceder en parte. Los invitados miraban extrañados a Tobías entre risitas disimuladas y protestas censuradoras.
— ¡Saquen a este individuo de mi casa inmediatamente! -chilló fuera de sí el gordo. La papada parecía girar como una noria sin freno- ¡Yo a su hijo no le dejo entrar ni al rellano de la escalera! ¡Fantoche! ¡Ordinario!
Batuecas reconoció al portero del Ateneo e, inmediatamente, le vino a la cabeza su inquina hacia Justino.
— Encima que vengo para proteger su propiedad me sale con esas -contestó Tobías malhumorado, soltándose de forma violenta de Úrsula- ¡Que le den, fanfarrón de mierda!
Roberto Pertetierra, bastante ebrio, propinó un empujón a Tobías estrellándole contra el improvisado escenario. Se movieron las maderas lo justo para que se hundiera una parte del proscenio y cayeran Batuecas y su hermano panza arriba. K, el tipo del sombrero que tanto le daba a la birra, se unió a la gresca dando un puñetazo en plena cara a uno de los hermanos Sánchez-Cañada. Todos comenzaron a gritar y a empujarse en medio de un lio en el que se escuchaban los alaridos quejosos de Batuecas y las amenazas bravuconas de Tobías. A los genitales rojizos y la cabeza del imitado David los vi rodar y estamparse contra las espinillas de Nuria Montebaño, una periodista literaria afín al clan Batuecas.
Merced a un empujón inidentificable me encontré por el suelo rodeado de zapatos onerosos y bajos de faldas y pantalones de colores estrambóticos. Gateando a duras penas me di de bruces con Olguita Velmades, una novelista joven que apuntaba al Premio Nacional de ese año, con las gafas ladeadas y el moño de diseño aplastado.
— Ni en la peor de mis pesadillas imaginaba esto, tío.
Me dijo, a la vez que intentaba en vano recuperar la verticalidad.
Yo trataba de alcanzar la terraza suponiendo que hasta allí no llegaba el barullo. Me quedaba poco para llegar al exterior cuando reparé en el bolsillo de mi chaqueta. Lo olvidé del todo con el jaleo. Palpé comprobando que Maks había desaparecido. Me senté en el suelo para estar más cómodo y cerciorarme. No estaba. Regresé al bosque de piernas auscultando el suelo palmo a palmo. No había ni rastro.
— ¡Me dejaste, mariconazo, por ese seboso petulante porque él te daba lujo!
Un tipo de cabellos con reflejos anaranjados abofeteaba sin piedad a Sixto que, tirado en el suelo, agitaba frenéticamente manos y pies, como una cucaracha bocarriba, al tiempo que daba chillidos histéricos. Cuando el tipo levantó a Sixto agarrándole por las solapas de su chaqueta fashion, vi a Maks aplastado debajo de él.
Estaba bocabajo, con los brazos en aspa, el gorro estrujado y una inmovilidad que pintaba mal. Le recogí con cuidado para retornarle al bolsillo de mi chaqueta. Luego, arrastrándome como pude, aturdido por el hallazgo, conseguí llegar a la puerta de la casa. Allí estaba Úrsula agarrada al velador del hall tratando de recobrar el resuello y recomponerse el recogido del pelo.
— ¡Ay, Señor! ¿Cómo estará don Gil? -me dijo gimoteando- Esto nunca había pasado en los veintitantos años que llevo al servicio de él.
Asentí con el gesto más empático que pude.
Pude divisar a Tobías, cerca de mí, a mamporros con Pertetierra. Tiré de él varias veces hasta que soltó al otro que cayó al suelo como un saco de patatas.
— Ni a mí, ni a mi hijo, me van a faltar estos tuercebotas letrados. Faltaría más.
Salimos a las escaleras y no paramos hasta sentir el frío callejero. Tres coches policiales aparcaban raudos a escasos metros del portal. Estaba anochecido. Una amenaza de niebla se formaba en la zona del lejano parque. No quise saber nada de lo de adentro del bolsillo de mi chaqueta hasta que Tobías desapareciera. Pero no notaba movimiento alguno.
Le despedí a pocos metros del portal alegando que tenía una cita con una amiga.
— Si das con mi hijo, cuéntale lo que ha hecho su padre para que no se metiera en líos.
Me dijo alejándose mientras se adecentaba las ropas y se limpiaba con saliva un rasguño sobre una ceja.
Me detuve en la primera esquina a salvo de cualquier mirada. Maks estaba muerto. Su cuerpecillo estaba rígido, helado. Un hilillo diminuto de sangre salía por uno de sus oídos. Se rompía la vida del enano y los sueños literarios de todos nosotros. Eché una ojeada al cielo, como si quisiera lanzar un responso, escapándoseme aquello de: "A Ti levantamos nuestros ojos…" Me sentí ridículo y me callé enseguida. Decidí dar sepultura al enano. Lo merecía aunque fuese sólo por habernos llenado de esperanzas estos últimos meses.
De pronto alguien me chistó desde un coche cercano. Reconocí al volante a Pepe Luis y, después, junto a él, a Justino. En la parte trasera, pegada la nariz al cristal, estaba también Lourdes. Agitaban ansiosos las manos reclamando mi presencia. Introduje de nuevo a Mask en el bolsillo de la chaqueta y fui hacia el coche.