Kabalcanty
Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 2ª)
Frutos llegó tiritando a la casa de Baldomero. No había pegado ojo en toda la noche desde que le despertaron las sirenas policiales y de la ambulancia. Se había echado encima una zamarra deslustrada, con un siete orgulloso en mitad de la espalda, porque sentía un frío incómodo, él que jamás lo tenía, que lo achacaba al disgusto que le helaba el cuerpo.
Llamó reiteradamente a la puerta de la casa de Baldomero como si su dedo fuese una prolongación del pulsador.
— ¡Joder, Frutos, que no son ni las cinco de la mañana! -dijo Baldomero restregándose sus ojos llorosos- Anda pasa y siéntate que pareces una jodia aparición.
El viejo fue hacia la silla pero se volvió repentino para lanzarse sollozando al cuello del otro.
— ¡Chicharrón lo han dejao, Baldomero! Chicharrón del to….. Tieso como la mojama y negro como un tizón. ¡Me cago en la madre superiora!
Frutos tartamudeaba llorando agarrado al cuerpo del otro.
Baldomero le fue tranquilizando hasta que le hizo sentar y le sirvió un café cargado con un tiento de orujo, como sabía que le gustaba a Frutos.
El cuarto donde se encontraban estaba plagado de fotos enmarcadas de actores norteamericanos del wéstern (Clint Eastwood, Lee Van Cleef, John Wayne, Gary Cooper, Henry Fonda. Jack Elam…) y una fotografía enorme en la que un Baldomero más joven lucía sonriente, con su tez cérea más aseada, lustrosa y rutilante junto a Marujita, su ex mujer. El paso del tiempo había esculpido en su rostro una mueca amarga dentro del entorno de una cara de palo en lo umbrío. Todo estaba bastante ordenado, a excepción del rectángulo que dejaba entrever unos pies de cama alborotados.
Frutos le fue contando, a sorbos breves del mejunje de café, lo acontecido con Mésio. Se detenía en ocasiones para sorber el atasco de la nariz y limpiarse con la bocamanga de su desastrada zamarra.
— Me dejas de piedra -dijo Baldomero compungido- Pero ¿han pillado a los que prendieron el fuego?
Frutos se encogió de hombros.
— Yo nada más he visto el bullicio de los polis y los médicos alrededor del cacho carbón que ha quedao Mésio -contestó, haciendo un gesto de asco- ¿Te imaginas el rato que he pasao?
Rompió a llorar de manera silente.
— Yo que tanto le cuidaba…… Y él…… Más bueno e inocente que el pan…… Ya lo sabes de sobra….. ¡Me he quedao sin el amigo del alma!
Baldomero posó la mano sobre el hombro del anciano y le dio unos golpecitos. Miraba su desdicha soslayando la punta de sus babuchas deshilachadas.
— Cuando lo sepa Juan le va a escocer -musitó Baldomero a sus zapatillas.
Frutos no hizo ascos a un segundo carajillo que le ofreció.
— Ahora, dentro de un rato, nos acercamos a la pensión de la Hilaria para darle noticia a Juan.
— Lo va a sentir K. -dijo Frutos asintiendo con la cabeza- Era el más espléndido de todos cuando terminaba de largarles esos versos que hacía el pobre. Y Mésio le tenía en mucha estima también.
Salieron de la casa cuando los rayos rojizos del sol bañaban las aceras. A nadie se veía por las calles salvo algún corredor rollizo de fin de semana. Subieron el Camino de las Cruces hasta la calle Jacobeo y, callejeando unos instantes, llegaron a la Avenida de la Peseta. Frente a la boca del metro, el florista colocaba los ramos en la puerta de su diminuta tienda.
La señora Hilaria preguntó con su voz rota desde el otro lado de la puerta.
— Abra, Hilaria, que venimos a ver al señor Juan. -dijo Baldomero acercando la boca al marco de la puerta.
— Ese señor que dice usted -decía ella mientras abría- dice a todo quisque que le llamemos K. a secas. A ver si se ponen de acuerdo que a una servidora no le gusta ni un pelo no saber a quién le alquila la habitación. Faltaría más.
La señora Hilaria llevaba puesta una redecilla en el pelo que le daba un aire de felino apaleado. Vestía una bata larga, gruesa a más no poder, y unas zapatillas con unos pompones deslustrados que cabeceaban a ambos lados de los pies.
— Estará dormido como un tronco….Durmiendo la mona.
Dijo la mujer, alejándose de la puerta donde esperaban los otros dos.
— Juan, abre coño, que vengo con Frutos a contarte algo gordo.
Tuvo que insistir más de cuatro veces para que el pestillo de la puerta chascara.
K. apareció con el sombrero ladeado, en camiseta y calzoncillos de rayas azuladas.
— Joder, pareces Cantinflas. -le dijo Baldomero abriéndose paso.
K. cerró la puerta y se quedó parado sin saber qué decir a los recién llegados. Bostezó y retuvo un eructo inflando los carrillos.
— ¡Han achicharrado a Mésio, K.!
Frutos se acercó para espetarle su aliento rancio.
— Está en el forense dejándose hurgar la chamusquina.
Aseveró Baldomero que no paraba de observar con desagrado el aspecto de su amigo y del cuarto.
Les hizo sentar en unas sillas de tijera. Barrió de un manotazo las migajas que sembraban una diminuta mesa de camping y coloco tres vasos, con la marca impresa de Cruzcampo, y unas servilletas de papel. Luego, tras poner la cafetera eléctrica, fue escuchando el relato de Frutos. No dijo ni una palabra hasta que Frutos terminó con lo que sabía.
— Al mejor del barrio le quitan de en medio. Me cago en la hostia -dijo sorbiendo el café- Y dices que el incendio ha sido provocado.
— ¡Fijo! -exclamó Frutos chascando los dedos- Vi cómo uno de los polis cogía una lata de gasolina requemada y se la enseñaba al superior. A Mésio jamás le hubiera dejao tener algo inflamable a mano. El camping gas de la luz y punto.
K. se levantó para coger un cigarrillo del paquete que tenía entre los trastos de la mesilla junto a la cama.
— Ventilas en algún momento esta pocilga.
Baldomero fue a abrir la ventana una rendija.
— ¿Ahora sólo te viene a la cabeza decir eso? Si siguiera viviendo en el local de la farmacia estaría más ventilado. Esto es un cuchitril.
K. contestó a su amigo exhalando una densa bocanada de humo.
— Pues, señor Juanito, gracias a ese local que tengo alquilado le pago a la señora Hilaria tu alojamiento, prenda.
K. arrugó la boca intencionadamente haciéndole un gesto despectivo.
— Me visto y nos largamos. ¿Hace mucho biruji, Frutos?
El viejo asintió haciéndole un gesto para reclamar un pitillo.