Javier Yuste
La futilidad de la lucha contra el bullying
El ser humano no se distingue del resto de animales por emplear complejos sistemas de comunicación, por practicar laboriosos credos o por crear y utilizar herramientas de todo tipo. Lo que en realidad nos hace únicos es la enorme capacidad y esfuerzo que destinamos a destruir y aniquilar a aquellos semejantes que sean considerados diferentes física, sexual, étnica, cultural, religiosa, económica, política o intelectualmente y, por tanto, aberrantes a nuestros ojitos pardos. Nos gusta el rollo y no se libra aquí nadie sobre la faz del planeta: no hay excusas ni dogmas ideológicos que hagan a unos santos y a otros demonios.
No quedan tan lejanos los tiempos en los que se arrinconaron a los neandertales hasta los acantilados de Gibraltar, quizá para verlos saltar al vacío y crear una primeriza disciplina olímpica. Esos desgraciados supieron a base de bien de qué palo iban los sapiens.
El acoso es una lacra tan inherente al Hombre como los piojos sobre la cabeza de los imberbes escolares cada mes de septiembre. Tacha sobre la que se lleva un tiempo trabajando en el ámbito educativo, aunque más bien de cara a la galería. Siento ser así de brusco, pero forma parte de mi naturaleza. Como niño que fui, que sufrió bullying y que pasaba los recreos más solo que la una, a veces me perturba una ilusión esperanzadora al leer ciertas noticias que se cuelan en los periódicos, pero sé muy bien que todo se quedará en agua de borrajas y torrijas rancias.
¿Cuántos años llevamos con el asunto? Vamos, más de los que me apetece contar. Yo pertenezco a aquella generación en la que te daban y te aguantabas, y sucedía delante de la jeta de los profesores (cuando no eran ellos los que te acosaban y agredían), los mismos que entonces tenían veinte años y ahora cincuenta. Los mismos que miraban hacia otro lado y protegían a esa chusma de monstruitos por la simple razón de que tenían controlado al resto de ovejitas. Los mismos que ahora siguen mirando hacia otro lado y protegiendo con más disimulo. No me vale la típica idiotez proferida por el director de turno que se da cuenta de que tiene responsabilidades o el profesor más idiota del claustro puesto al micrófono cuando salta una noticia luctuosa a los medios nacionales: «es que no nos dimos cuenta», «es que no tengo el curso», «es que…», «es que…», «es que…» ¡¿qué?! Señores, si es que se les puede llamar señores, váyanse a la mier… Váyanse. Váyanse y no vuelvan. No hace falta ser psicólogo o adivino para ver quién va de abusador, de víctima, de comparsa… y alguien en su puesto no lo deberían ya de ver, sino que lo deberían de oler a la legua, pero eso son tareas que se extralimitan de sus funciones, lo sé, con sus sueldos no se les puede pedir más, ¿verdad?
No sé si tengo la suerte o la desgracia de no tener hijos. A mis cuarenta y dos inviernos quemados en la hoguera no me veo por la labor, aunque quién sabe; la vida da demasiadas vueltas, tantas que marea. Si los tuviera los educaría para que no fueran agresores o consentidores, mucho menos víctimas, y así debería hacerse en todos los casos, mas es cuestión de dar una educación y ejercer una diligencia… Sí, lo sé: es una idea utópica y risible pues el acoso y derribo es constante en nuestra sociedad. No hay descanso con este juego circular normalizado (participio tan en boga). Cualquiera puede ser acosador y acosado, dar y recibir. ¿Acaso no está ahora más prohibido que nunca "mear" en distinto sentido que el resto del rebaño? ¿Acaso no hay cruzados digitales en busca y captura del extraño? No, más correcto sería emplear la expresión «search and destroy» tan utilizada en las selvas vietnamitas durante la década de 1960 y parte de la de 1970. Al final no son más que salvajes en pos del desayuno, comida y cena en la zona de fuego libre.
Si usted no piensa como yo lo hago sobre el sexo de los ángeles, tengo derecho, vicio solitario o compartido, a ponerle a parir sin epidural, aunque usted podrá hacer lo mismo con respecto a mi persona. Y las herramientas, cualesquiera que sean, son todas igual de válidas y legítimas gracias al aura del anonimato de las redes sociales (como si en realidad nos hubiera importado alguna vez portar una máscara, pero es indudable que es lo que ha animado a muchos a actuar con mayor virulencia).
No es cuestión que nos hayamos hecho todos campeones olímpicos en eso de trolear en las redes sociales; deporte que, como otro pasatiempo cualquiera, tiene hasta su punto de diversión y competitividad. Sino que la gripe aviar ha saltado al otro lado de la pantalla, confundiéndose la virtualidad con la realidad. Podrían ser cosas mías, paranoias, pero no lo creo porque tanto moco de mala leche a lo «Cazafantasmas 2» no se puede quedar recluido en las cloacas donde van todas nuestras defecaciones fanáticas y fanatizadas.
Si los propios adultos llegamos a tales ratios insoportables y nunca vistos de violencia verbal y odio diario y continuado, donde la amenaza poco imaginativa y la difamación chusca son complementos tan cotidianos como las hebillas de cinturón o las coderas, poco o nada van a cambiar nuestros hijos, pues nos imitan en todo y más en los vicios. Nuestros hijos, que no distinguen fronteras y llegan hasta las últimas consecuencias.
Por coger por banda una noticia reciente, tenemos el caso de las gemelas de Sallent que se arrojaron de un tercer piso. Y uno va escarbando y resulta que todo el colegio y todo el pueblo sabían qué le pasaba a ese par de niñas. Como cuando asesinan a una mujer víctima de violencia de género: no hay vecino que no supiera de los gritos, las palizas que recibía, etc., como tampoco lo hay que hiciera algo. Es como ver un documental de La 2: el leopardo caza la cebra y el rebaño a suspirar de alivio porque le ha tocado a otro. Y en el caso de Sallent el germen del odio fue que las chicas eran de fuera (Argentina, por lo que se reían también de su acento), que no hablaban o comprendían bien el catalán y que una de ellas sufría disforia de género, se hacía llamar Iván y se vestía con ropa de chico: vamos, los bichos raritos de manual que había que aplastar bajo la bota. Encima, por lo visto, Iván se enfrentó a uno de sus acosadores en la escuela y, como consecuencia, la víctima de abuso acabó siendo expulsada del centro durante unos días (es un cuento que me conozco demasiado bien).
Ahora, después del revuelo final, los agresores y los cómplices por acción u omisión se han apresurado a colarse y a retratarse ante los medios en plan plañidera, poniendo velitas y coronas de flores allá donde dos personas que no aguantaban se estamparon contra el duro cemento, quedando bien delante de la cámara y acallando el sentimiento de culpabilidad, si es que en verdad lo tienen. ¡Hipócritas!
Quien sufre bullying directa o indirectamente no se contenta con un minuto de silencio interrumpido por las risas de aquellos que luego van a otro prescindible servicio de psicología para que «no sufran un trauma» o a la charleta informativa pronunciada por un funcionario zombificado.
Al final de cuentas, esto es como las matanzas con armas de fuego en los EEUU: sangre, ruido, promesas y a otra cosa, que ya se está haciendo tarde.