Beatriz Suárez-Vence Castro
Tato Heredia y Javier Albatros
El sábado 8 de abril se clausuró en Pontevedra una doble exposición de Pintura y Fotografía. Tato Heredia y Javier Albatros expusieron sus obras en la sede del Liceo Casino en la calle Manuel Quiroga.
Tenemos en Pontevedra, igual que en otras capitales de provincia, una tendencia que afortunadamente va cambiando, de alabar cualquier cosa que venga extramuros y no mostrar demasiado interés por lo autóctono.
De la misma manera, cuántas más hojas tenga un C.V. más se valora un nombre mientras que el autodidactismo, el selfmademan/woman que, en los países anglosajones se respeta tanto, aquí lo denostamos.
La importancia de una titulación no significa que una formación sin certificado oficial no tenga su lugar en el mercado de trabajo cuando ha demostrado con trabajo y práctica su calidad.
La primera vez que vi una exposición de Tato Heredia no tenía ni idea de quién era, Habiendo vivido la mayor parte de mi vida en Pontevedra, no había visto ninguno de sus cuadros, lo cual ejemplifica bastante bien lo desequilibrada que tenemos la balanza del marketing.
La casualidad quiso que expusiese sus obras en el restaurante Tinta Negra de Combarro, al que yo había ido a comer. Cuando estaba sentándome a la mesa, la vista se me fue a un cuadro que tenía enfrente, junto a la puerta de la entrada principal.
La memoria recuerda sobre todo aquello que nos emociona y yo tengo ese instante grabado en mi cabeza a pesar de que han transcurrido varios años desde entonces.
Era un cuadro de un faro. Un faro de rayas rojas y blancas que asomaba entre un mar agitado de olas de espuma. Había algo genuino en aquella pintura, más allá de la técnica, que no acertaba a valorar y que me impresionó. Fue la primera vez que escribí sobre la obra de Heredia.
Cualquier modalidad de arte, ya sea escribir, pintar, esculpir o fotografiar, cuando nace de las entrañas del artista, impregna de autenticidad la obra y llega al espectador sin filtros, atrapándolo por instinto. No está contaminada por ningún tipo de rigor académico. Sucede algo parecido cuando bebes agua directamente de la roca de un manantial. No tiene garantía de calidad, pero sacia la sed mejor que cualquier agua embotellada.
Así es la pintura de Tato. No es perfecta. Es mejor que eso. Brota del pincel al lienzo y del lienzo hacia quien la observa como si fuese un proceso natural.
Tiene un estilo fácilmente reconocible y un color que solo es de él: los rojos, amarillos y morados con los que rompe el cielo cuando cae la luz ya sea en su motivo principal, el mar, en las calles empedradas cuando llueve, o en las sombras de las escenas costumbristas que retratan oficios como el del hombre que vende castañas.
Hay una figura que une las obras de estos dos creadores y que Javier ha bautizado como las Damas del agua. Ambos saben retratar, Tato en acuarela y Javier con su cámara, la fuerza y la belleza de la estampa de las mariscadoras gallegas. Esas que no ves en otro lado. Esas, que como a las rederas, ya casi desaparecidas, hemos visto durante mucho tiempo como si fuesen parte del paisaje, sin apenas reparar en ellas. Conforman, sin embargo, una impactante imagen, solas o en grupo, encorvadas las espaldas, absortas en su trabajo, llenando de color - y de sudor - la orilla.
Una imagen que provoca sentimientos contradictorios en el espectador: Qué bonito y qué duro, qué poca ganancia en proporción a lo que se esfuerzan. Qué extraño que, la imagen de ese trabajo resulte tan plástica, tan instagrameable y tan buen motivo para ser reflejada en una obra de arte. Qué paradójico que algo tan prosaico contenga tanta poesía.
Esa cualidad tan particular, la captan perfectamente Tato y Javier, para el que las damas del agua no son las sirenas, universalmente consideradas paradigma del atractivo más hipnotizador, con sus cantos y sus movimientos ondulantes, retratadas desde la mitología hasta los libros infantiles y de ahí a todo el imaginario colectivo.
Para Javier Albatros las damas del mar son nuestras mariscadoras, fuertes, sólidas, casi despojadas de cualquier halo de seducción, prácticamente ignoradas por la Literatura, hasta que llega él y, como observador sensible, sabe ver dónde otros han mirado antes sin ser capaces de extraer su verdadero valor, de ponerlas en primer plano.
Algo tendrán las fotografías de Javier, algo tendrán las acuarelas de Tato. Algo que aquí no terminamos de apreciar cómo se merece.
Cuántos artistas locales necesitarían que se pusieran a su alcance los medios y los espacios de los que pueden hacer uso las grandes firmas.
Simplemente algo más de atención haría despegar su obra. Y una foto como las de Javier o una acuarela, como las de Tato, colgarían en las paredes de nuestras casas con el mismo orgullo con que mostramos las obras de otros autores, de cuya calidad nadie duda pero que no son tan cercanos, tan nuestros.
Qué mal repartimos a veces las cartas, y las apuestas, sobre la mesa.