David Darriba Pérez
Ruxandra se asomó a la ventana
El mordisco fue preciso, un tanto precipitado tal vez, pero lo suficiente rápido como para armar un ataque sorpresivo donde pudo anticiparse a la víctima. Por desgracia para ella, ésta logró esquivar unos centímetros la dentellada que finalmente le produjo unas desgarraduras terribles. Tuvo que morder una segunda vez. Ahora sí, fue letal. Los borbotones de sangre saltaban del cuello y la mujer se desvaneció en un sueño tranquilizador del cual despertó.
Cuando esto sucedió, levantó los párpados de golpe. Se incorporó observando fijamente su vestido manchado de un rojo oscuro. Lo acarició a la vez que rodeaba las rodillas con sus brazos y tarareaba una canción que le cantaba su madre de pequeña. Sonrió, se levantó y se topó con el espejo. Le hizo gracia no verse reflejada en él. Se sentía "viva"…
Ruxandra se asomó a la ventana: todavía era de noche. El aire sacudió el rizo de su cabello negro e hinchó el pecho a pesar de que ya no respiraba. Esa oscuridad ahora era luz para ella. Miró de nuevo su vestimenta ensangrentada, asaltándole un apetito voraz. Debía salir al exterior para colmarlo. «Ruxandra, Ruxandra», escuchó como un eco lejano. «Ven, ven aquí, Ruxandra. Por la ventana, salta por la ventana». Miró hacia abajo. Cruzó su vista con la de un hombre que le ofrecía una tierna sonrisa. Tenía la cabeza cubierta por un sombrero de copa y, mirando un reloj de bolsillo, volvió a decir con los labios inamovibles: «Salta por la ventana». Y lo hizo. Cayó despacio. Sus ropajes bailaban al son del aire, envolviéndola en oníricas e indescriptibles imágenes. Cuando sus pies tocaron tierra, el hombre hizo una señal para que ella lo siguiera. Szilard, ese era el nombre de aquel personaje. No hicieron falta presentaciones; ella lo supo como si lo conociese de siempre.
La llevó por la oscuridad del bosque. A su paso las lechuzas enmudecían y permanecían quietas para pasar desapercibidas. Cruzaron el desfiladero hasta que al fin llegaron a su destino. Era la aldea vecina.
Se metieron en una casa por el granero. La chimenea escupía el humo que ennegrecía los muros. Llegaron a uno de los dormitorios y Szilard se abalanzó sobre el padre mientras Ruxandra observaba con devoción. Ruxandra hizo lo propio con el resto de la familia. Los chillidos cesaron, ahogados en un último estertor, y todo fue silencio. Cuando salieron de la casa advirtieron un tono violáceo que se formaba en las nubes y que les obligó a emprender retirada.
No pasaron muchas horas cuando el repique de campanas pudo escucharse levemente al otro lado del valle. Ruxandra descansaba con placidez en un cuarto sin ventanas. Afuera, en la aldea, una campesina mayor lloraba sujetada por un hombre al que no le salían las palabras de la boca. El resto de la gente asistía nerviosa sin saber quién o qué había cometido aquella atrocidad. No podría ser otra cosa que un animal salvaje.
Cuando Ruxandra despertó, no lo dudó un segundo. Se dirigió a la casa cercana al río. La luz de la luna la acompañó entre los sauces. De una de las ventanas salía la intermitencia de las velas que iluminaban la cocina. Se aproximó con sigilo. Se agachó. Al ver la oportunidad se coló. Todo estaba igual que cuando era pequeña. Su madre, de espaldas, dejaba unas chirivías en un caldero con agua. Cuando se giró no pudo creer lo que veían sus cansados y tristes ojos. Perforó con dulzura el cuello de la madre hasta que ésta se escurrió de entre sus brazos. Pensó que nunca más podría ser capaz de demostrar un acto de amor semejante. Desapareció, eso sí, sabiendo que no tardaría en reunirse con ella.