
David Darriba Pérez
Un rudo matón
¡Menudo despropósito! ¡Vaya disloque! ¡Qué forma de engañar a todas las autoridades! Crean esta historia que ha llegado a mis oídos de primerísima mano. Me la contó una amiga que la había escuchado desde su cuarto, en ese duermevela en el cual no se sabe si se está en la cama o en las islas Maldivas, de la boca de su abuelo que en paz descanse:
¡Menudo despropósito! ¡Vaya disloque! ¡Qué forma de engañar a las autoridades, decía! Una ancianita atracadora de bancos haciéndose pasar por un rudo matón, armada con un subfusil Thompson y causando el pánico al personal y respectivos clientes de las oficinas bancarias con mayor seguridad del condado. Su artrosis no le impedía encañonar al primero que se cruzaba con ella y acarrear con las sacas del botín hasta el maletero de su Lincoln. Ella se lo guisaba y comía todo. Lo estacionaba enfrente con el motor en marcha y en un periquete regresaba para ponerlo a una velocidad de vértigo, desgastando los neumáticos en cada curva y sacando su arma por la ventanilla de ser preciso, para pegar tiros a diestro y siniestro. Le resultaba emocionante el sonido de las sirenas de los coches patrulla que, pronto, como una música celestial, se diluía en sus oídos al darles esquinazo.
Uno de sus grandes logros delictivos fue cuando, pidiendo ir al baño todas las mañanas mientras esperaba la cola de la caja, comenzó a realizar un boquete en el suelo con total sigilo. Después lo cubría sin que se notase nada, hasta que de nuevo se ponía manos a la obra al siguiente día. Meses estuvo con su fingida cistitis hasta que finalmente consiguió hacer el agujero que llevaba a la cámara acorazada. Al toparse con ésta tuvo más cuidado, si cabe, por si pululaba por allí algún empleado, miembro de seguridad o el propio director del banco. Tapó entrada y salida y no regresó hasta pasados unos días. En esta ocasión se disfrazó de un fontanero bigotudo, empujando una carretilla y aclarándose las flemas a cada instante. Habló con un cajero al cual dijo que había recibido un aviso para arreglar una avería en el baño y, colgando un cartelón en la puerta, la cerró con llave para que no pasara nadie. Hizo multitud de viajes con la carretilla, desde el baño hasta una humilde camioneta que acababa de adquirir para no levantar sospechas: que si fajos de billetes; que si lingotes de oro; que si valiosísimas joyas y piedras preciosas... Tras el último viaje ni siquiera tuvo la
delicadeza de despedirse del cajero que una vez aclarado el atraco, terminó en la calle. Montó en la camioneta y marchó, despacito y resoplando del agotamiento, por tanto ir y venir. Llevaría una hora de camino cuando la policía le dio el alto. Volvía a ser una inofensiva ancianita, ya desprovista del bigotón y luciendo un estropajoso moño en todo lo alto de la cabeza. Eso y un doble fondo en el cual escondía toda la fortuna, hicieron que tras el registro la permitieran continuar el viaje.
Desde aquel golpe se ganó el beneplácito de Lucky Luciano y el mismísimo Al Capone que se la disputaron para estar bajo sus filas. Ella, sin embargo, prefería continuar por libre, decisión que le respetaron sin ningún tipo de desquite. Así que día a día, su popularidad fue creciendo. Los niños, periódico en mano, se desgañitaban voceando: «¡Extra, extra! ¡La ancianita atracadora de bancos vuelve a la carga!».
Alcatraz es duro, muy duro. Y con tanta sangre derramada (que la hubo y mucha a lo largo de su afanosa carrera), sus malsanos huesos terminaron por parar allí. ¡Y esa dichosa humedad! Tantísima agua a su alrededor le venía fatal para la salud. Tuvo, por lo tanto, que tomar la determinación de escapar de allí. Lo consiguió y la manera en que lo hizo, también la sé al dedillo gracias a lo que en aquella ocasión me contó mi amiga que a su vez le había contado su abuelo. Pero ésa es otra historia que, de sentir curiosidad por ella, ya les narraré en otro momento.