David Darriba Pérez
Es difícil escribir así
La fiebre me ata al sofá del salón. Es difícil escribir así. La lucidez que necesito se dispersa en lo extravagante de lo irreal. Lograría ser un buen aliado, pero tengo ganas de vomitar y la cabeza me zumba. El relato que me dispongo a escribir tal vez debería comenzar de esta forma: «La fiebre me ata al sofá del salón. Es difícil escribir así». Las voces en estos momentos se amplifican en mis oídos; se distorsionan y cuando al fin se origina el silencio, el falso silencio, acude un pitido constante y molesto.
Podría no escribir. Sería lo más coherente, aunque ahora no se vislumbra nada coherente de este lado, en este estado, en el cual me encuentro sumergido. Acabo de despertar (bueno, sólo en parte) y son las siete y cuarto post meridiem (detesto cualquier tipo de siglas). Los sueños raros productos de la fiebre han corroído parte de mi neocórtex. Sueños con un revoltijo de números sin ningún sentido, ni siquiera cabalísticos, se apoderan de mi descanso. Sueños con niños fantasma que, lejos de provocarme algún tipo de temor, me reconfortan porque ya se han hecho mis amigos. Elijo a los niños… Los elijo porque mi hijo los busca, porque también son sus amigos. Si no aparecen nos entristecemos; si no aparecen miramos por todos lados para encontrarlos. Pasillos en los cuales encuentras una sala para abogados, otra para una correduría de seguros u otra para médicos; pasillos interminables en busca de la sala para hacerme una prueba médica. El anterior día estaba en este punto; ha desaparecido. Me pierdo. Corro. Todo es muy parecido y los niños fantasma aguardan en el exterior, sentados en el banco, y no me pueden guiar. Mi hijo está con ellos, jugando o simplemente charlando. Los números se intercalan con persistencia. Aparecen y desaparecen como los niños (no podría ser de otra manera), llegando a dudar si se trata del mismo sueño o, si por el contrario, son distintos. No hay que darle más vueltas: la fiebre provoca coyunturas incongruentes. Sueños repetitivos; sueños en los cuales me sumerjo sin desearlo y me ahogo; sueños repetitivos, sueños repetitivos, sueños repetitivos… Cegadores.
No consigo dar con las palabras apropiadas. Se fugan los sinónimos. «La fiebre me ata al sofá del salón. Es difícil escribir así». No consigo avanzar y me tendría que plantear cambiar de tema, tirar estas líneas a la papelera y pensar. Pero no, no puedo pensar. Esto o nada. Cierro los ojos, tomo aire y no puedo
reprimir la tosiguera que arranca desde mis bronquios y se instala bajo la tráquea. Me pongo el termómetro. Intuyo su señal acústica, no la oigo. Treinta y ocho grados y medio Celsius; hace menos de media hora, treinta y ocho. Mi temporada normal no es muy alta y treinta y ocho grados y medio ya son demasiados. ¿Tendrán algo que ver los números del termómetro con los del sueño? Ni lo sé ni me importa. Vuelvo a tener ganas de vomitar. Vomito.
Disculpadme, apreciados lectores, si este relato (o como lo queráis llamar) me sale algo más corto de lo común. Pero creedme si os digo que hasta aquí he llegado. No puedo más, mi cabeza no puede más, y mañana no tendría sentido darle continuidad de retornar todo al orden. Volveré a la cama. Acaso me hagan compañía nuevamente los niños fantasma.