David Darriba Pérez
La ciudad delgada
No estoy muy seguro de cómo definir a esta ciudad. Es tan estrecha que todo el mundo la conoce como la ciudad delgada. Lo es tanto, que a las personas les resulta difícil pasar a la vez sin salirse de sus lindes. Hay una única y larguísima calle la cual tiene las viviendas exclusivamente en uno de sus márgenes, a continuación la carretera y, en el lado opuesto, otra acera para caminar de forma más holgada. Pegado a ésta encontramos el campo; un auténtico desahogo para la vista pero que pertenece a la ciudad colindante. Tienen prohibido el paso a los habitantes de la ciudad delgada. Se excusan diciendo que la gente aquí está tan apretada que huele mal; no pueden permitir ver contaminado su maravilloso campo cargado de aromáticas y coloridas flores. Es una pena, aunque las vistas no se las quita nadie. Han decidido poner semáforos para los peatones en las entradas a las casas, negocios y, por supuesto, colegios: tales son los continuos tapones. Al menos la carretera queda libre de ellos al ser una única calle; sólo los correspondientes pasos de cebra que los coches no suelen respetar. No deja de ser una ciudad y todos van con prisas, especialmente en ésta, donde el estrés se eleva a unas cotas desmesuradas debido a semejantes estrecheces.
Me gustaría destacar la longitud de la calle: cien kilómetros, cifra nada desdeñable, que atraviesa un valle para continuar por una montaña cada vez va más escarpada. Por consiguiente, si hay que ir de un extremo a otro, es necesario poseer de un medio de automoción propio. Como sólo hay dos carriles (uno de ida y otro de vuelta), no es posible un autobús urbano con paradas: se montarían unos atascos de aúpa, más de los que ya hay, relegando a la ciudad delgada a un caos sin precedentes.
Manolito vive en un quincuagésimo primer piso. Es inevitable que la ciudad se prolongue no sólo a lo largo, sino también a lo alto, para poder dar cabida a todos sus ciudadanos. La sensación de opresión, en consecuencia, es mucho mayor. Decía que Manolito vive en un quincuagésimo primer piso. Es cojitranco desde los catorce años. Se cayó a la carretera al tropezar mientras jugaba en la acera y un camión le pasó por encima de la pierna. Estaba hecha añicos pero podía dar gracias a que no se hallase la cabeza en su lugar. A día de hoy aún recuerda cuando los edificios eran inferiores a las treinta o cuarenta plantas. Daba gusto posar la vista en ese despejado horizonte... Con el tiempo la ciudad comenzó a crecer y edificaron rascacielos que no bajaban de las cien plantas. No todo son desventajas, desde luego. El que vive aquí arriba ni se entera del bullicio: si hay obras, pues que las haya; si la gente arma jaleo, pues peor para sus gargantas; que a los coches se les da por tocar el claxon, el pitido se empieza a perder por el decimoquinto. Bien cierto es que de vez en cuando se sufre algún que otro sobresalto con el piar de las bandadas de aves migratorias; sin embargo, Manolito, se ha acostumbrado después de tantos años viviendo aquí; tantos lleva, que casi está a punto de terminar con la hipoteca. Qué gusto cuando suceda semejante prodigio. Piensa ahorrar (si no la diña antes) y comprar una casa en el pueblo de sus difuntos padres. Le queda poco para jubilarse y merece esa paz y tranquilidad tan perseguida. Su trabajo no es muy duro a causa de la cojera, si bien, ha de levantarse a las cuatro de la madrugada y regresar a su hogar a las siete de la tarde. Es cenar y al poco rato meterse en la cama. Sube la pierna mala con la ayuda de sus manos, e impulsándola con gran fuerza hacia el colchón, la deja caer donde rebota como un objeto inerte. Luego se acurruca entre las mantas y a los pocos minutos ya se encuentra roncando plácidamente.
Mientras Manolito duerme, desde la ciudad colindante se puede ver la ciudad delgada alargándose como una blanca pestaña de la luna, como una diminuta y brillante luciérnaga que surge de la oscuridad, haciéndose notar en el firmamento. A la madrugada se difumina permaneciendo una huella imborrable.