Kabalcanty
Las vísperas de la ficción (I)
Está sentada frente a la pantalla del ordenador, su redondeado mentón moviéndose ligeramente mientras musita algo para sí. Lo sopesa, ajustándose la patilla de sus gafas de montura bicolor, y después lo teclea con determinación. Ana prepara su clase de mañana y yo la miro desde el marco de la puerta del cuarto. Es la única persona que nunca me ha fallado; yo a ella sí. Siempre dispuesta para acoger la destartalada y apabullante utopía de mis sueños como para recoger las esquirlas de mi tortuosa realidad. Todo un reto difícil de llevar, estimados lectores.
Sabía que esta tarde iba a pasarme lo de otras veces. Mis hijos se habían ido a sus estudios o con sus amigos, y el sombrero y la cazadora de Kabalcanty permanecían desmadejados, desinflados, junto a las patas de las banquetas de la cocina. El fantasma huído. Sonaba el pitido de la soledad tan encabritado que el teclear del ordenador de ella parecía embutido en una cápsula cada vez más lejana. Sé de sobra que cuando un sueño deja de habitarse volver a él es complicado, decepcionante si no se cuenta con el arresto de no volver la cabeza ni una sola vez. Es complejo explicarlo si no se ha vivido reiteradas veces.
- Ana, me bajo a dar una vuelta. Enseguida vuelvo.
Le digo a ella, ya en la puerta de salida.
- En media hora acabo y nos tomamos un café juntos ¿vale?
La escucho antes de salir.
La tarde está cayendo en el barrio. La tramoya destripada luce rojiza entre cables de acero rotos y ruedas dentadas descabaladas. El cartón, el serrín prensado, jirones del vestuario, los focos descabezados se amontonan a mi paso chascando su eternidad inmóvil. Un gato pardo me escudriña inquieto en lo alto del único pedazo de barra en pie del bar "Prieto". Doy una patada a un cuadro desbaratado con medio rostro de Walter Brennan y el minino escapa como alma que lleva el diablo entre una pila de sillas en las que ondea el tapete verde de las cartas de juego. Me ajusto el cuello del abrigo porque una bocanada de aire frío recorre la avenida cuando comienzo a bajarla. Mi paso solitario es coreado por el entrechocar de las hojas de ventanas sin dueño colgadas en falsas fachadas resquebrajadas. Veo los intestinos de mi sueño con escepticismo, con la consciencia de que todo onirismo se retrepa en la solidez de una materialidad ya inventada y que, sin embargo, se mueve desde nuestro empeño más intrínseco. La realidad es tal y cómo la pulso ahora: abrupta, inclemente, inamovible, gastada. Una vuelta de tuerca sobre una rosca sinfín.
La cruz astillada de la farmacia de Ramón Ruiz me dice que llego a la frontera neblinosa del barrio. Entre el montón de desechos de lo que fue la botica descubro con uno de mis pies el letrero: POETAS VERTIKALES 21. Me sonrío hacia adentro cuando pienso que llevo más de seis meses sin escribir un solo verso.
- El expediente del náufrago.
Digo en voz alta como para sobreponerme al silencio, al recuerdo.
Cuando camino unos metros más, hasta donde la cuesta abajo debería perder su verticalidad, compruebo que la pendiente de la avenida sigue y sigue sin que mis ojos lleguen a abarcar su final. Ni rastro de la bruma que separaba Kavaranchel del resto de la gran ciudad. Sólo mutismo y abandono bajo un cielo cada vez más oscuro.
Al fondo creo distinguir una silueta que sube la cuesta trabajosamente. Mi extrañeza impacienta la espera y prendo un pitillo con manos temblorosas. Se me acerca un anciano que me saluda con la mano varias veces bastante antes de que realmente pueda saber quién soy a tenor de la distancia que todavía le separa de mí.
- Mi querido amigo Manuel Jesús González, maldita sea mi estampa, no puedo creerlo.
Nos fundimos en un abrazo a la vez que siento un reprimido sollozo del anciano. Cuando nos separamos trata de limpiarse a hurtadillas la humedad de sus ojos con la manga del raído abrigo. Tiene una cabellera abundante, blanca platino, me recuerda mucho a la que lucía el poeta Alberti en su vejez, pero grasienta y en evidencia desaseada. Lleva barba de varios días y tiene unos pequeños ojos azules cansados y tímidos a la hora de enfrentarse con los míos.
- ¿Aún no me has reconocido?- me pregunta apocado.
La verdad es que no tengo ni la más remota idea de quién es.
"Soy Elías Sender, un poco más viejo que cuando le conociste". Su frase me deja boquiabierto. Elías Sender fue mi primer personaje. "Los avatares de Elías Sender" y "La obra poética de Elías Sender" fueron mi dos primeros escritos. Los escribí entre los dieciocho y veintidós años de siete de la tarde a once de la noche, invariablemente cuando llegaba de trabajar. El primero era una novela pretenciosa y torpe mostrando a un poeta enfrentándose a una vida hostil, prosaica; en el segundo recopilaba todos los poemas creados en esos cuatro años adjudicándoselos a Sender. Estos dos volúmenes mecanografiados, y varias cosas más breves, los tiré a la basura cuando tuve mi primera crisis de identidad, a eso de los veinticinco o veintiséis años. Tan sólo recordaba perfectamente el nombre del personaje: Elías Sender, del resto no quedaba ni rastro. Ahora, frente a mí, aparecía él entre las ruinas de mis ficciones.
(continuará)