Kabalcanty
La Pulsera (6ª parte)
El padre había encontrado un lugar en el bar Maravillas donde la música estruendosa parecía amortiguarse. Estaba en una mesa, arrinconada en uno de los ángulos del local, en el que escaseaban la clientela y la luz azulina. Veía a Miki acodado en la barra riendo junto a dos chicas y otros tantos chicos. Llevaban esperando el resultado de la valoración de la pulsera más de una hora. Rodrigo miraba a cada poco su reloj. Había pedido un café con leche, lo que despertó la hilaridad en el camarero rapado y lleno de tatuajes. "Vaya mundo de taraos", se dijo mientras llevó su café a la mesa.
Cuando vio iluminarse en la pantalla de su móvil el nombre de Andrea no le sorprendió en absoluto: la esperaba y tenía algo preparado que no despertase las sospechas de su mujer.
— No te preocupes -dijo al escuchar la voz de Andrea- Estoy con el chico en el bar de un amigo. Parece que puedo conseguirle un empleo. -Rodrigo cabeceaba mientras golpeaba con sus dedos sobre la mesa- Es un compañero de trabajo. Se lo dije a Miki esta misma mañana, nada más salir tú al trabajo. El cuñado del compañero ha abierto un bar y están buscando empleados. Sí, sí, claro. Lo sé. Claro, mujer. Puede que le cojan, sí. Ya sé lo de la experiencia, pero es su sitio que vende hamburguesas y bebida a granel y todos son muy jovencitos. No es un bar de ajetreo, ¿me entiendes? Aquí vale todo. No te apures, cuando acabemos te llamo. Cena tú, luego nos calentamos en el microondas lo que sea. Vale, vale. Adiós.
Infló los carrillos y soltó el aire con alivio. Dejó el teléfono otra vez sobre la mesa y volvió a consultar la hora.
Ya era noche cerrada, sobre las diez y algo, y la afluencia al local en vez de aligerarse se amontonaba bailoteando cada vez más nutrida. "Estos tipos no madrugan. Ni trabajan ni hacen nada de provecho, fijo. Sólo gandules.", pensaba Rodrigo apurando las últimas gotas de su café, ya muy frío, y escudriñando con desprecio su entorno. La luz azulada se mezclaba con las sombras densas de gente que se agitaba, unos de manera frenética, al compás de las aullantes guitarras eléctricas que escupían los bafles, otros de forma pausada, dejándose llevar por un balanceo adormecedor, y otros grupos congregados en torno a mesas, y algunos en el mismo suelo, con las cabezas agachadas y muy juntas.
Rodrigo bostezaba cuando vio salir por la falsa puerta de los aseos al hombre tuerto. Se acercó a su hijo y se lo llevó al final de la barra. Tenía un sobre en la mano y lo agitaba cerca de la cara de Miki. El padre se levantó y fue hacia ellos esquivando las sombras danzarinas.
— Esto es lo que hay, chaval, y os aconsejo que lo cojáis y os larguéis tranquilamente a vuestra casita.
Le escuchó decir al tuerto cuando llegó hasta ellos.
Miki tenía una mueca asustada. Movía los ojos hacia los lados hasta que los centró en su padre. Le alargó el sobre con la mano temblorosa.
— Pero ¿se creen ustedes que somos gilipollas? -dijo Rodrigo alterado tras ver el dinero del sobre- La pulsera vale mil veces más.
El tuerto se ladeó para escupirle su aliento dulzón.
— Toma el dinero y calla, viejo -le empujaba con delicadeza hacia la puerta de salida del bar- Si quieres que tú y tu hijo acabéis la noche sin un rasguño, iros a tomar por culo ahora mismo. No me gustaría perder la calma.
La voz del tuerto no parecía alterada, sin embargo invitaba a hacerle caso. Su único ojo le taladraba la garganta a Rodrigo hasta el punto de costarle tragar saliva.
— ¿Y si no me sale de los cojones irme? - el padre hizo un enorme esfuerzo para que su voz no se apagara en un ahogo.
Con presteza, el tuerto empujó a Rodrigo contra la pared del final de la barra y le puso los dedos pulgar e índice de las dos manos atenazándole la garganta. Miki, paralizado, escudriñaba la escena con las manos caídas a lo largo del cuerpo. Su padre abría la boca con desespero sin poder decir nada.
— ¡Déjales marchar, por favor!
La voz de El Javi resonó a las espaldas de los hombres.
El tuerto fue soltando lentamente el cuello del padre sin dejar de mirarle con extremado desprecio. Luego, se dio la vuelta para encarar a los dos jóvenes y desapareció por la puerta de los aseos.
Fueron saliendo del bar sin que nadie reparara en ellos ni en lo ocurrido.
Rodrigo tosía apoyándose sobre el hombro de su hijo mientras El Javi los seguía silencioso y cabizbajo. En la calle se había levantado un viento frío que alborotaba hojas secas y papelotes anunciando un mitin político para asegurar las pensiones.
El padre se dejó caer frente al volante de su coche para recostar la cabeza sobre el volante.
— Supongo que no es lo que teníais pensado -dijo El Javi, evaluando la expresión de su rostro sin concretarla- Pero lo mejor es que cojáis ese dinero sin enfrentaros al tuerto y, sobre todo, al señor Nicolás.
— Joder, pero tú me dijiste que eran de fiar -añadió Miki colocándose en al lado del copiloto.
— Y lo son, tío, lo son. Pero tienen sus reglas y vosotros estáis fuera de ellas. Sois unos pringaos para ellos….. Lo siento.
Rodrigo arrancó el coche haciendo caso omiso a los jóvenes. Tenía el rostro colorado y un gesto de amargura tiraba de sus labios hacia la barbilla.
Transitaron hacia su casa. Dentro del auto se podía trocear el silencio como una loncha de jamón. Ni se miraban, iluminaban sus rostros los semáforos en rojo igual que seres infernales.
— Si te parece bien,….. -dijo Miki en voz muy baja y apretando los puños contra sus muslos- me podría quedar con doscientos euros….. Una comisioncilla.
Trató de dar cierto humor a las dos últimas palabras.
Rodrigo tardó en contestar. Observaba las calles oscuras y el tráfico escaso con desinterés, haciendo carraspeos interminables. Bajo sus mandíbulas, un cordón amoratado lucía al paso de las farolas.
— ¡Quédate con lo que te salga de las pelotas! -dijo arisco, apretando los labios- Como si te quedas con todo.
Vislumbró un hueco para aparcar casi en la esquina de su calle.
— ¿En qué estaría pensando para hacerte caso? -llegó a decir yendo al sitio libre- ¡Maldita sea mi estampa!