Beatriz Suárez-Vence Castro
La materialidad de los recuerdos
A Pato Moure, sus hermanas y sus hijos.
A María y Xoel.
Y a Ángeles y a Alberto, a quienes extraño cada vez que vuelvo al barrio.
Quiero restaurar la casa familiar. Y ando muy liada, de calendario y de sentimientos.
Algunas personas me han dicho, entiendo que con la mejor intención: "Pero, Bea ¿Te compensa meterte en ese lío? Vende y disfruta, que la vida son dos días". También me han dicho con toda la razón:" Solo son cosas. No te las vas a llevar cuando mueras".
Y es cierto. No me las voy a llevar, pero tampoco me gustaría que se perdieran todos los recuerdos de mi familia materna desde 1920. Porque además de cosas, son concentraciones de vidas. De vidas, hasta donde yo recuerdo, de buen corazón.
De personas que eran capaces de ver arte donde los demás solo veían objetos, y también de hacer arte con sus manos. Les gustaba crear, no solo para ellos, sino también para los demás.
Xuliña, la prima de mi abuela, pintaba, y en sus óleos se conserva, además de las frutas y los pájaros, sus motivos favoritos, un trocito de ella, de una mujer que llegó de su país, Portugal, siendo una viuda joven que había perdido un niño y una niña, dispuesta a empezar una nueva vida en Pontevedra con su prima, mi abuela. Nunca he conocido a nadie más valiente, a nadie que se quejase menos, habiendo tenido motivos tan importantes para haberlo hecho.
Jamás se olvidó de la familia que había perdido, contaba cada año los que habían cumplido sus hijos, pero supo abrazar, agradecida, cada día de su nueva vida y disfrutó cada segundo de ella con una sonrisa. Ayudó a criar a mi madre y a mi tía, primero y a mi hermana y a mí, después. Me descubrió Portugal y la lengua portuguesa y tantas otras cosas que siempre recordaré con inmenso cariño.
En cada objeto hay una historia, que a sus protagonistas le gustaría que recordásemos. En todas las familias. En todas las casas. Quizá no grandes historias, pero historias queridas para el que las conoce y que encierran enseñanzas tan importantes como las grandes hazañas que cuentan los objetos de castillos o palacios.
Cada casa es un castillo para el que la habita. Y no hay nada más generoso que compartir tu espacio con los demás, abrir tu casa a los amigos o a cualquiera que esté interesado en la belleza de los objetos y en su poder evocador.
Llevo tiempo luchando conmigo misma en este proceso, porque pienso que, en un momento en que se practica tanto el desapego, esta aventura mía, podía ser interpretada como un acto materialista y superficial o como una vocación ególatra de perdurar. Sin embargo, con cincuenta años soy capaz de respetar los parámetros ajenos sin que eso me impida ya defender los propios.
La casa es una joya por fuera, la única que queda en su calle, y por dentro, porque mi familia se ocupó de conservarla, aunque el tiempo y las vacas flacas han hecho mella en ella y yo quiero devolver algo de lo que ellos me dieron. A mí y a la comunidad.
La casa fue siempre punto de encuentro, y, como todas las casas, de despedidas, de bienvenidas, de desencuentros, de abrazos, de juegos, de trabajo, de refugio de mi madre y mi tía en sus últimos años, e incluso de pulmón verde en su parte de jardín urbano.
De los objetos antiguos que guarda, quizá el que más quiero, es la máquina de escribir en donde mi tía aprendió la mecanografía que yo también tuve que aprender después, medio obligada, como muchas chicas de mi generación. Aquellas clases extra, que tan innecesarias me parecieron cuando tenía quince años, me permiten estar utilizando ahora este teclado con todos los dedos escribir con mayor rapidez. No todo lo obligatorio es malo.
De los objetos nuevos, al que más cariño tengo es a la escultura en bronce de unas manos que mi mejor amiga nos regaló, porque simboliza lo que siempre fue la casa: una mano tendida, no solo a los amigos, sino a todos.
Así, empecé a buscar lecturas y cualquier otra fuente de pensamiento que me ayudase a decidir si seguir o no adelante con el proyecto de restauración, que me permitiese profundizar en la idea de si, efectivamente, los objetos son solo eso: materia. Y he encontrado personas que también ven ese espíritu de los demás en las cosas, esa impronta que las personas dejan en ellas y que nos hace querer conservarlas.
Leo así a Jesús Carrasco, en su última novela, que lleva por título Elogio de las manos y en la que afirma: Todo lo que nos rodea es portador de una conciencia. Cada cosa ha sido hecha traída o llevada por alguien. Hay un motivo que explica una ventana, una sábana limpia en un cajón, una coleta. Hay una intención para cada una de esas cosas. No ha sido la fuerza de la naturaleza quien ha lavado la sábana, la ha doblado y la ha metido en un cajón.
Cita Jesús Carrasco, al hilo de estas reflexiones, al poeta Manoel de Barros y su Matéria de Poesía. Para este autor brasileño, cada objeto es un "elemento de estima".
El último fin de semana de abril, estuve con el hijo de mi amiga María, la que nos regaló las manos de bronce a las que me refería más arriba, en el Museo Thyssen- Bornemisza, viendo la exposición dedicada a la pintora española maestra del realismo, Isabel Quintanilla.
La pieza más icónica de la muestra es un lienzo que representa una máquina de coser Singer. Esa máquina era de la madre de la autora, modista de profesión.
Sin que la madre aparezca en el cuadro, la autora consigue retratarla perfectamente a través del objeto al que tantas horas pasó trabajando. Intuimos su dedicación, el tiempo dedicado al trabajo que probablemente su hija observaba y somos capaces de entender de quién heredó la autora el gusto por los detalles y la minuciosidad.
El cuadro se titula Homenaje a mi madre y el espacio vacío de presencia humana, resulta paradójicamente mucho más evocador de esa presencia. Permite que cada espectador imagine allí, trabajando, a la madre de Quintanilla, en su labor de ropa blanca a medio terminar enganchada todavía a la máquina, con su carrete de hilo listo para seguir siendo usado. Es la herramienta de trabajo la que nos acerca a la persona y a su carácter.
Hay otros retratos al uso de personas, entre ellas el de su marido, el escultor Francisco López o el del célebre pintor también maestro del Realismo, Antonio López; pero en ninguno, a mi parecer, se capta también la esencia de la persona como en el lienzo de la máquina de coser.
Mientras yo estaba en Madrid, otra de mis amigas pasaba por el trance durísimo de enterrar a su padre y, posteriormente vaciar su cuarto con la ayuda de una de sus hermanas.
Quizá sea ese el momento de la vida en que somos más conscientes del poder evocador de los objetos, cómo trascienden la simple materia para ser testimonio presente de quien ya no está. Cómo nos cuesta entonces deshacernos de aquello que fue importante para nuestro ser querido y cómo, irremediablemente, salvamos de la basura algún mueble o alguna quincalla de poco valor monetario, pero que para nosotros es más valiosa que cualquier tesoro porque lleva todavía la impronta de aquel a quien quisimos tanto. Cómo somos conscientes del olor que todavía permanece en su ropa, en el armario, en su mesita de noche, en una cajetilla de tabaco que, si antes nos molestaba en ese momento nos hace reír y llorar a la vez.
Por eso la reforma de mi casa me tiene inquieta, aunque sé que va a estar bien dirigida y que voy a sentirme arropada. Porque no es la casa - he vivido en otras propias o de alquiler-. Es la memoria de quienes la habitaron.
Algunas, incluso personas a la que no llegué a conocer, como mi abuelo Bernardo, que tuvo su despacho en el bajo y proyectó junto con un amigo el jardín, donde tenía animales y plantas a los que dedicaba su tiempo libre, exactamente igual que hago yo, y otras personas que, como mi tía Tris, estarán siempre conmigo aunque se hayan ido, mi padre, que continuó con la labor de su suegro en el despacho, o mi hermana que empezó a trabajar muy joven en el cercano Hospital Provincial , cuando aún vivía en la casa familiar.
Son las personas que tuvieron una vida dentro y fuera de ella a quienes quiero homenajear, en medio del KAOS que toda obra supone, pero que una vez terminada, y gracias precisamente a ese KAOS, coloca cada objeto en su sitio y transforma cada sentimiento para que ocupe también el lugar adecuado y deje de doler.