Manuel Pérez Lourido
Pontevedreses imaginarios: Viruca Veiga
Camina pesadamente, los kilos, la diabetes, César Boente abajo, para aprovisionarse de viandas. Pasa mucho tiempo sonriendo, saludando gente. Ir al mercado es su cine y su partida de tute. Ir al mercado es una especie de destino en el que se desenvuelve como pez en el agua. Por eso la entristece ver "la plaza", como la llaman todos, medio vacía. Por eso se da su paseo matinal con gesto de mohicano cuando las provisiones sólo son una excusa y lo importante es defender la plaza.
Pasa de setenta y no llega a setenta y cinco, se peina con un terco moño el gris ganado en tantas luchas y ha aprendido a pasar desapercibida a fuerza de pasar desapercibida, humildad por falta de orgullo y el valor de la palabra dada, que le fue enseñado en casa.
Viruca Veiga, orgullosa madre de tres hijos y esposa de un camándula cualquiera, aprendió a tutear a la vida a base de tolerarle privaciones. Primero por falta de medios y después por brindárselos a sus vástagos. Sus amigas dirían unánimente que es "una buena amiga" pero porque son de su misma cuerda, más que por falta de imaginación. Todo el barrio desfiló por el Provincial cuando la ingresaron medio desmayada por una nefropatía. Viruca es de esas señoras que, en estas tesituras, le espetan al médico si "vai ser de morrer". Y el médico sonríe y le garantiza unos cuantos años más de guerra.
Viruca está hecha de un pasta cuyos ingredientes son cada vez más difíciles de encontrar. Tiene siempre una sonrisa de sobra para cuando es menester y, aunque no desdeña los dimes y diretes con los que se cuece la pitanza en el barrio, los paladea con cierta distancia de la gente curtida en decepciones y reinvenciones. Casi se podría decir que es discreta, a su manera.
Con el carrito medio lleno, aún burbujeante por la cháchara y la dicha, sube Viruca la cuesta de César Boente. Una heroína pontevedresa, anónima y descomunal, como casi todas ellas.