Kabalcanty
1974, fin de semana en febrero
El fin de semana fue malo, cortísimo y lleno de presagios sombríos que no podía compartir con nadie. Todos estábamos en torno a los quince años pero nadie alcanzaba la situación que yo iba a inaugurar el lunes siguiente. Me sonaban de lejos las palabras "futuro", "ocupación", "profesión", pero ni mucho menos comprendía su calado en una adolescencia que acababa de estrenar. "O trabajas, o estudias y trabajas", me dijeron en casa sin explicarme el "por qué" de aquella decisión radical, ni de la urgencia que había para que mi incierta determinación se hiciese efectiva en apenas tres o cuatro días. Me importaba la vida de mañana, de pasado, la más lejana en el fin de semana, y para el resto de los días creía que estaban los adultos con sus cuitas y sus alegrías chocantes. Tras llegar del instituto, mediada la tarde, mi mayor placer era jugar mis partidos de chapas sobre la mesa lacada en blanco que mi padre montó bajo la ventana de mi cuarto. Cerraba la puerta con pestillo para que nadie me viera ya que me parecía algo infantil, impropio de mi edad, vergonzoso ante la mirada de mis padres, de mi hermana, de cualquiera que me viera afanado narrando las vicisitudes del rodar de un garbanzo chocando con las chapas coloreadas. Me abstraía en mi mundo de la amenaza creciente que me procuraba la vida de afuera.
La noche de antes, al contrario que el fin de semana, se me hizo interminable. Aquella noche del mes de febrero del año 1974, cuando el invierno cocinaba en las calles la helada de ese lunes, sudé como nunca recordé haberlo hecho antes, insomne y angustiado. Daba vueltas y más vueltas en mi cama, soslayando el despertador rojo, humedeciendo las sábanas al tiempo que las retorcía con los vaivenes de mi cuerpo. La oscuridad que veía en la ventana no me parecía igual que las de otras noches; esta, con toda su grosería y descaro, me clavaba sus pupilas de ébano petrificada contra el cristal, oscilando según me colocaba de un costado o de otro. Me levanté varias veces a beber agua en el lavabo sintiendo una frialdad desacostumbrada que se infiltraba desde la planta de mis pies y que me hacia volver la cabeza, preso de un escalofrío, hasta las quedas pupilas de la noche en la ventana. Tenía pánico, y aunque suponía que bien tenía que ver con lo que iba a ocurrir dentro de unas horas, mi breve olfato adolescente desconocía el riesgo verdaderamente por muchos sudores y escalofríos que padeciera. Estaba cruzando el umbral donde sólo antes tenían boleto los adultos, una puerta que me enseñaría el precio de la vida, el salario, el sudor, el futuro incierto de los plebeyos.
Minutos antes de que sonara mi despertador, escuché el arrastrar cansado de las zapatillas de mi madre. Mi padre ventoseó dos veces estruendosamente tras lo que murmuró algo en voz muy baja. Luego, el zumbido de su afeitadora eléctrica hizo de preludio para que despertara la chicharra que había dentro del reloj rojo sobre mi mesilla. Era la hora.
Aunque son más de las ocho de la tarde, la luz natural todavía ilumina la farmacia de Ramón. La luz primaveral alarga la claridad de los días en Kavaranchel como en cualquier otro lugar de la ciudad. Detrás del mostrador, en la rebotica, en ese cuarto que han habilitado esa pareja de amigos que son Sandra y Ramón para que subsista "POETAS VERTIKALES 21", ella se detiene sobre el teclado del ordenador y me mira con esa sonrisa con la que aprieta los labios y frunce la barbilla.
- ...1974... Iba a cumplir yo un añito- comenta Sandra.
- Toda una baby, seguro que regordeta y meona. - apunto, dando una calada a mi cigarrillo electrónico.
- A Franco le comienza a matar su flebitis -continuo diciendo pensativo- mientras los niños ven por televisión "Pipi Calzaslargas" y los menos niños "McMillan y su esposa"; Amparo Muñoz gana Miss Mundo y con Peret hacemos el ridículo en Eurovisión con el flamenqueo de "Canta y se feliz". Fumábamos "Fortuna", lo más "in", "Bisonte" o "Celtas" con filtro.
- Eres un dinosaurio, K.
Y ríe enseñándome sus dientes perfilados y blanquísimos.
- Y yo comienzo a trabajar y sigo jugando a las chapas antes de cenar. Pero si, niña, si que soy un "jodio" diplodocus.
Ramón ha ido a hacer unas gestiones en un laboratorio del extrarradio y hemos quedado con él sobre las nueve en el bar de Baldomero.
- Un diplodocus -me dice Sandra- que empezó a trabajar en algo inapropiado siendo todavía un niño. Tal y cómo lo cuentas es fácil pensar que fue duro.
Pero ya no quiero contestarla: demasiada nostalgia me pone de mala leche.
- ¿Vas a ir con la bata blanca al garito de Baldomero? -le pregunto, levantándome de mi silla- No queda tanto y a Ramón ya sabes lo que le fastidia esperar.
Despaciosamente cierra el ordenador y se echa su melena larga por detrás de los hombros. Antes de dirigirse al aseo me observa unos segundos guasona.
- Anda, vete echando el cierre de la farmacia, Oliver Twist con sombrero.