Kabalcanty
Es benigno
"Es benigno. Estas dos palabras son las únicas que superan en felicidad al `Te quiero´", dice el maestro Woody Allen. Y en el momento de la enfermedad, cuando sentimos personalmente el aliento fatigoso de lo dañino, todavía comprendemos más el hondo significado de la frase. Quisiéramos amanecer de nuevo, regresar a un tiempo ignorante a esa certeza, cerciorarnos que toda pesadilla nos devuelve empapados en sudor pero sanos y salvos en nuestro catre de siempre.
Casi sin querer, o deseándolo convenientemente, nos distanciamos de lo maligno como algo ajeno que ocurre a nuestro alrededor, como la flecha envenenada que nos pasa de largo y nos conmueve lejanamente cuando escuchamos unos ayes que nos tuercen el gesto recostándose lo justo en nuestro costado. Acaso nos ponemos en el lugar de alguien y se nos humedecen los ojos enjuiciando la mala suerte y la desgracia a través de un cristal blindado que se tornará opaco con la lluvia de los días. Creemos, como nos delimita a casi todos, en la posibilidad que nos ponga a salvo según nos sostienen nuestras vivencias y en el montón de palabras tras las que nos atrincheramos. Y recelamos recalcitrantemente del menoscabo físico, a lo que deseo referirme en concreto, a la aparición de la enfermedad que acabará pudriéndonos la respiración tras el dictamen del galeno de turno.
Escuchar: "Enhorabuena, llegamos a tiempo, es benigno", significa en esencia vida, después de una tortuosa espera preguntándonos por qué terminó defraudándonos la ruleta a nosotros entre tantos millones de seres. A los talluditos porque ya nos creemos inmunes después de tantos sinsabores enderezados y el engendro del pasado henchido de arrugas benignas salpicando nuestro rostro con dulces besos primerizos será suficiente; amores posibles que se justifican en canas cuando, frente al espejo, tenemos los redaños de sonreírnos, coquetos todavía, a escondidas de todos menos de nosotros mismos.
A los jóvenes, a los imberbes que intuyen desde una ventana soleada una claridad que les surtirá debidamente de sombra, como debe ser, porque su hueco será irremplazable. Que sea benigno significa para ellos sus labios tersos, su lengua ágil, sus dedos sin mácula, su inteligencia en desarrollo, su mirada... apenas viciada, propuesta a estrenarse entre el tumulto heredado; que sea bonancible es la mejor tajada de vida que aún zumba un "te quiero" sin masticar y digerir, virginal, vivible. La enfermedad de talante maligno para los jóvenes es un robo impaciente por el que deberíamos demandar a la muerte por su total improcedencia.
Quiero terminar con unos versos de "Elegía" de Miguel Hernández, de su magistral libro "El rayo que no cesa", poema que me marcó definitivamente allá por los veinte años. Constantemente me ha acompañado este poema durante más de treinta años en momentos donde la tristeza, el júbilo, en esencia, la vida, se hacen un amasijo viscoso que acaba por pegársete en lo más hondo.
"... No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada."
K. empuja con la escoba el montón de cabellos esparcidos por el suelo. Hace unos pocos días parecía que la quimioterapia era algo que no dejaba huella más allá de la sala de tratamiento; era el principio, todos éramos unos novatos.
Después de descargar el cogedor en la basura, mira a hurtadillas el perfil de su hijo mayor. Enfundada su cabeza calva en un gorro de lana blanco, blanco, blanco pálido a juego con su tez. Veintidós años. Hijo mayor. Esperanza.
Fuma K. cuando nota el nudo en la garganta y sólo tose, tose, tose, con lágrimas diluyendo sus ojos y una enrabietada certidumbre cociéndose bajo su sombrero.