Kabalcanty
Saberse Dios
El chófer detuvo el Mercedes metalizado negro junto a las escalinatas y se apeó diligentemente a abrirle la puerta. Le costó salir del vehículo, tuvo que apoyarse en el perfil superior de la portezuela para impulsarse y recuperar la verticalidad y el porte erguido. Se ajustó las gafas sobre el caballete de la nariz antes de acometer los veintidós escalones que le elevarían frente a la puerta de roble acorazada, custodiada por los cuatro vigilantes especiales desafiantemente armados.
Al lado izquierdo de la puerta, un lector digital reacciona cuando pasa su tarjeta de identificación. La puerta se abre, los vigilantes se apartan. Pasa por diferentes arcos detectores, cámaras de infrarrojos, escáneres, y más de una veintena de hombres armados que comprueban rutinariamente su cédula de identidad. Un recorrido obligatorio, muy seguro, que hace dos veces por semana.
Una vez en la dependencia 374, se despoja del abrigo y aspira hondo voluptuosamente. Ese aire suyo que guarda su más preciada posesión juguetea con la felicidad y le hace sentirse único, elegido. Escudriña los tres lienzos, después de sentarse en el sillón, frente a ellos, y desanudarse levemente el nudo de la corbata. Uno por uno los degusta, los taladra con la mirada, los subordina al marco y los reduce a ese espacio que le pertenece, que posee. Un inaudito Degas, un Pissarro desconocido, de su primera época, y un André Masson dado por desaparecido por el resto de los mortales. Tres obras de arte demasiado valiosas para cobijarse en su mansión de Monterocoso o en su villa de El Rubial. Piezas que levantarían la codicia y la tentación irrefrenable en este mundo insatisfecho y resentido, y que serían una amenaza para su seguridad y la de su familia.
Se levanta, se acerca a los lienzos, nota en la yema de sus dedos el cosquilleo de la pincelada, el cutis de la belleza, el tacto del lirismo. Acerca su nariz y cree insuflarse de una divinidad que le eleva unos segundos del suelo, un efluvio que le estremece hasta casi la lágrima y le hace desfallecer de puro gozo. "Oh, Dios, sé cómo te sientes", se piensa elevando el mentón al techo. Cualquiera de estas obras podría enriquecer a un hombre para el resto de su vida, encumbrarle a la condición de próspero millonario, librarle de la necesidad. A un hombre insensible, seguramente, tosco y de prosaicas maneras que arruinaría la pintura en una habitación infame de colores atronadores, o paseándola por exposiciones frente a ojos profanos, vulgares, ávidos de un alma delicada que sepa guardarlos, gozarlos. ÿl no, él no es así, estas obras a través de los años le cambiaron. Se dice una y cien veces todos los martes y jueves de cada semana en la dependencia fortificada 374.
En quince minutos, la luz blanca intermitente le avisa que debe abandonar el cuarto para salvaguardar la temperatura idónea de las obras y por motivos propios de seguridad. Siempre le resulta dolorosa la partida, enfrentarse de nuevo al mundo donde su próspero imperio combate en el IBEX 35 y en el que él es una figura reputada a escala mundial. El dinero, el poder, la gloria..., incomparable a la exquisitez de esos lienzos que le codean con Dios, con lo absoluto, con la potestad a la que sólo tienen acceso unos pocos. Como él.
Cuando acaba de bajar la escalinata, de vuelta al Mercedes, Nemesio Acebal, un pordiosero que suele dormir al reguardo de los peldaños, coloca sus humildes enseres en un carrito de hipermercado. Durante unos segundos las miradas de ambos coinciden: una legañosa y rojiza, otra recelosa y altiva. El mendigo saca de su carrito un libro usado y se lo muestra dentro de una mueca bobalicona, un punto demente, dañada por las raíces de la propia vida. Vende libros viejos, defectuosos, en liquidación de stocks, por la voluntad monetaria de cada cual.
ÿl aprieta el paso y urge al chófer para que arranque el automóvil y le saque de allí. La mediocridad, no soporta la mediocridad del ras de la tierra. Insoportable. Apesta. En marcha, sólo el recuerdo de sus tres maravillas vigiladas le alivia dentro del Mercedes. Entorna los ojos, deja caer la cabeza sobre el respaldo de cuero y se empeña en amodorrarse otros quince minutos en la dependencia 374, como todos los miércoles y sábados de todas las semanas del año.