Kabalcanty
Atardecer festivo de invierno con hombre de mediana edad con trenca
Un nubarrón gris tiznaba el infinito al fondo de la avenida. El viento rodaba papeles y hojas secas con una prisa desaforada o les enganchaba en el raquítico seto que jalonaba las aceras. Los autos pasaban veloces, indiferentes al semáforo en ámbar, su chepa metálica adquiría un relumbre inconstante en la lejanía, allá donde la avenida descendía a una boca negra, que terminaba en un punto fugaz. De las calles adyacentes escurría una soledad demoledora, un eco de auxilio que tronaba el viento en cualquier arista de hormigón, que vaticinaba el fin de una era o la calma tras el desastre. Uno o dos gorriones se guarecieron entre el enrejado de un portal y volaron al instante agitando la cabecilla varias veces. En los edificios, muy parecidos unos de otros, las ventanas a cal y canto y el telón de sus visillos no eran un vestigio de bienvenida; alguna lucecilla blanca, prendida como un ojo acusador, atravesaba ventana y tela y ofrecía alguna señal de sus moradores. Las fachadas de ladrillo anaranjado simulaban una expectación, tras su diseño funcional, que iba perdiendo fuelle a medida que su curiosidad supuraba apatía uniforme. Una puerta automática se abrió perezosamente y arrojó un coche rojizo que marcó la garra de sus cubiertas sobre la barbacana de la acera. Dos sombras en los asientos delanteros desentumecieron su perfil hacia la izquierda para luego, en apenas unos segundos, obstinarse en un destino que siempre reclamaba al valle bruno del fondo de la avenida. Los Plátanos de sombra, diseminados por el filo de los aceras, también curvaban sus ramas al viento hacia aquella dirección como si fuera un gesto de invitación que escamoteaba al cielo plomizo; sus troncos, finos todavía, ofrecían labrados corazones con iniciales o nombres cortos buscando la más corriente inmortalidad o la certeza de un recuerdo a trasmano de la porfía del tiempo. Había varias sucursales de bancos, una clínica veterinaria y otra dental, cerrado todo por ser día festivo, y en la acera de enfrente una cafetería huérfana de rótulo azulado. En su interior se apreciaba una ligera actividad por entre los resquicios de los estores bajados de su cristalera. Alguien salió del interior con un pequeño paquete en la mano y corrió despavorido hacia su automóvil. Se restregó las manos con fruición, ya montado en su vehículo, y arrancó el motor dejando una hilera renegrida de humo que terminó confinada en el aire. Cuesta abajo la tarde, minuto a minuto, una gama de tonalidades oscuras se recocían tras el nubarrado cielo, un pudin de hollín indigesto, como si la noche trajera una maldición que se estuviese fraguado a fuego lento.
Un hombre, con una trenca de botones cónicos, titubeó unos instantes antes de entrar en la cafetería. Miró al cielo, como si se cerciorara de algo, antes que desapareciera por la rendija al cerrarse la puerta. Era de mediana edad, alto, corpulento y con barba de varios días.
Media docena de personas miraban atentas al televisor, colgado del techo en uno de los extremos de la barra, jaleando los lances de un partido de fútbol. Ni siquiera el camarero, atento a las imágenes, reparó en el hombre y este tuvo que repetir dos veces un "por favor" para que le sirviera un café con leche "bien caliente". Aunque no se podía decir que la clientela fuera excesiva (el local era espacioso con un comedor amplio cuyas sillas permanecían recogidas con los respaldos vencidos sobre las mesas), había una temperatura agradablemente alta lo que indujo al hombre a desembarazarse de su trenca y doblarla sobre su antebrazo. Movió el azúcar en el café y se llevó la taza humeante a una de las mesas del comedor, la más cercana a la cristalera y la más alejada de la reunión futbolística. Antes había titubeado si pedir permiso para ocupar la mesa, sin embargo el camarero volvía a estar tan enfrascado en el juego televisado que desechó la intención casi al instante.
Sacó una libreta de papel cuadriculado y, tras un corto sorbo al café, comenzó a escribir algo con un bolígrafo barato. Alternativamente comprobaba la caída de la noche entre los estores de la cristalera con una mirada fugaz pero intensa a la vez. Los demás vociferaron un gol, levantando los brazos y dándose palmadas en los hombros, y él los contempló hierático unos segundos, los suficientes para rascarse la barba sobre el mentón.
La primera farola se apagó con la noche plena; hizo un amago, un titubeo en la bombilla halógena que el hombre escudriñó desde la ranura entre los estores. Mientras la luz de las demás se iba extinguiendo, paulatinamente, a secuencias entre diez y quince segundos, él se puso de nuevo la trenca, guardó su libreta en un bolsillo y, por último, apuró su café. Al igual que las luces de los edificios de enfrente fueron ahogándose, la cafetería quedó a oscuras, siendo el aparato de televisión el último en fundirse en negro. Las luces de emergencia parpadearon varias veces hasta que se consumieron lentamente como si fueran cabos de vela.
Hubo protestas, exclamaciones contra la compañía de la luz y contra el gobierno, y poco a poco fueron las aceras las que recogían un tumulto.
El hombre se quedó allí sentado, cruzado de piernas, arrebujado con su trenca y observando entre el resquicio de los estores. Tal y cómo presagiaba la tarde, la noche era ventosa, fría y muy, muy oscura, más lóbrega de lo que podía concebirse.