Kabalcanty
Como un alienígena en la feria
Esta mañana he visitado la Feria Internacional del Libro 2014. Había recibido, unas semanas antes, una invitación de la Editorial Bubok, donde tengo publicados mis libros, y aunque en un principio pensé no asistir, luego cierta curiosidad malsana me hizo cambiar de opinión.
A las once de la mañana estaba entrando por el torniquete que me daba paso franco a la Feria. Lo espacioso y desangelado del lugar, junto al enjambre prefabricado que tan pronto siembra una cafetería como un pasillo con cinta deslizante, te hace sentir la provisionalidad como algo tan cercano e inminente que te gustaría en ese momento estar apiñado en cualquier vagón de metro sudando en común. Cuando he atravesado la puerta acristalada del pabellón 6, lo primero que se ha puesto en funcionamiento ha sido mi olfato: el olor a papel nuevo. Es un olor que me place, que pierden los libros nuevos desde sus primeras a sus últimas hojas permutando su peculiar fragancia, con el paso del tiempo, a otra que bien tiene que ver con el espacio adonde se alojan y las manos que los reviven. Pasar las hojas de los libros de golpe, nuevos o usados, como si fuese un acordeón mudo, y aspirar su efluvio es un placer barato que, debidamente predispuestos, puede hacernos despertar mil y una sensibilidades.
He tomado el primer pasillo con el que me he topado. Casetillas de libros a izquierda y derecha con fuerte iluminación y mucho panfleto publicitario. Las corbatas en ellos y los trajes de chaqueta en ellas ataviaban el rumor de bocas que se afanaban sobre sus maletines como si en ellos hubiera algún incunable del siglo XV.
En la confluencia de los pasillos se erigía la caseta de Rumania. El azar, y en honor a la verdad, el toque verbenero de su puesta en escena, me hizo detenerme en ella. De la inalcanzable techumbre del pabellón colgaban hilos de nylon con libros prendidos de autores rumanos y me ha venido a la cabeza Herta Müller y sus cuentos tan bellamente poéticos. Al final la he encontrado oscilando en pleno ostracismo y sin alas para volar colgando del hilo de nylon, sin embargo, he sonreído cuando he visto la generosa calva sobre la que gravitaba la Müller; una nave que pedía puerto en el planeta Pelón.
He mostrado por los pasillos mi soledad con el pudor que conlleva no hallarse en el lugar adecuado. No creo haber visto a ningún escritor, acaso alguno perdido y sin fama, como yo, rondando alrededor de las editoriales online, protagonistas irrefutables de la Feria. Portaban, dos o tres que me ha parecido vislumbrar, unas ridículas carterillas negras de polipiel donde se suponía encerrado su bagaje literario y desconocido. Desde luego, no estaban cómodos dentro de su rol, dejando su mirada en un más allá que siempre topaba con unos cortinones azulones que tapizaban la luz exterior. No, allí no estaba la Literatura que amo, simplemente se lisonjeaban entre si las periferias que inevitablemente rodean a todo arte que aspira a entrar en comunidad. El comercio de los autores en sus páginas bullía lo mismo que el parquet de Wall Street en cualquier día de Bolsa. Y no es que me parezca mal esta actitud, la cual supongo necesaria si el autor aspira a vivir de sus libros, sin embargo vista así de cerca, a lo crudo, me resulta tan distante a la creación literaria que no puedo por menos que sentirme muy lejano. Me he visto perdido en un mundo en el que se premia más una llamativa encuadernación que un buen texto, a un autor con un traje de Armani y perilla entrecana que a otro con unos vaqueros y barba a lo Valle Inclán, a un libro en una vitrina de una impoluta y moderna avenida que a otro en un tenderete que monta un parado en una acera cualquiera para subsistir...
A la salida, entre una nube de fotógrafos y un cordón policial que me ha arrinconado atropelladamente, me he cruzado con el señor José Ignacio Wert, político, profesor y abogado, así como tertuliano asiduo de programas de televisión, y actualmente lamentable (gracias por la subida del iva cultural, gracias por la subida de las tasas universitarias, gracias por su mefistofélica sonrisa -idéntica a la del señor Burns de Los Simpson- despreciando el arte) ministro de Educación, Cultura y Deporte. Un hombre alto y gordón se ha lanzado a saludarle con la mejor de sus sonrisas y una leve reverencia nerviosa. El deplorable ministro de nuestra nación ha llegado a soslayarme, bastante después que sus guardaespaldas, y yo he aprovechado para escabullirme por una rendija de la puerta de al lado. En el pasillo, al aire libre, he sentido un escalofrío a la altura lumbar al caer en las mientes sobre el año electoral que nos aguarda. Cuando he sentido el descarado sol invernal en mi rostro me he notado más ligero, inusitadamente con menos peso, pero será que hace un par de días me extrajo una muela el dentista.