Kabalcanty
El afán de la urraca
Mientras ella tendía la ropa en las cuerdas, él sacaba de la lavadora las prendas más voluminosas y las colocaba sobre el hule para írselas dando con cierto sentido. Parecían saberse a conciencia su labor y actuaban sin hablar, concentrados y serios. Una urraca se posó en un extremo del tendedero para observar a la mujer entre inquieta y acechante.
- Mira, la urraca ha visto el muelle de la pinza rota. -mencionó ella, esperando la reacción del pájaro.
El muelle brillaba solitario en el suelo de la terraza.
ÿl asomó la cabeza y, tras mirar de pasada el objeto y al animal, se fijó en el perfil sonriente de ella. ¿Cuánto tiempo hacía que no la veía sonreír? Los días siempre eran demasiado iguales, largos o cortos, dependía de pequeñas anécdotas que se olvidaban en minutos. Los labios de ella habían adquirido un rictus fruncido que desembocan en una arruga que alargaba sus comisuras. El hombre recorrió el latigazo de la arruga y se detuvo en su cuello todavía esbelto. ¿Cuánto tiempo hacía que no besaba aquel cuello?
- Bah, al final se largó -dijo ella, tras el vuelo de la urraca- Sabes que estos pájaros son de los más inteligentes; un cerebro en su cabecita comparable a chimpancés, orangutanes y humanos.
Cogió de la mano de él un pantalón vaquero y lo sacudió un par de veces antes de colocarlo en las cuerdas.
El hombre se detuvo en su espalda, inclinada sobre el tendedero, y en sus caderas bajo la tela de la bata de tejido térmico. Las cosas iban mal en la familia: trabajo escaso y mal pagado, facturas impagadas que se iban amontonando con su crujido de amenaza. ¿Hasta qué punto les afectaba todo aquel derrumbe?
La mujer chocó con el cuerpo de él al darse la vuelta y no tener prenda preparada.
- ¿No hay más ropa grande? -preguntó ella, casi sin mirarle- Te has distraído más bien.
Al sentir próximos sus labios, él pegó un respingo, una huida que saltó desde un resorte remoto en su cuerpo. Sintió un calor dentro de su cabeza que conocía perfectamente y se giró raudo a escarbar en la lavadora. La necesitaba más que nunca y más que nunca la sentía lejana. Rebuscó apresuradamente en el pasado y paladeó la saliva de sus besos y el roce de sus dedos menudos.
- Dame primero las toallas -manifestó ella, secándose las manos sobre la bata- que si no luego se me quedan cortas las cuerdas.
Y si la abrazase, la besase en el cuello, la dijese que todo es momentáneo, una mala racha que pasaría sin más; que podría tocarnos la lotería y volver a mirar la vida sin añadidos que la enturbien; una herencia de un pariente lejano que desconocíamos; un beso llano y profundo, sin calores en la cabeza; quince días de vacaciones en la playa, un orgasmo sin el recelo de recibir la realidad como un telón de plomo; si la abrazase y la besase.......
- ¿Has hablado con el mecánico? -demandó ella, estirando sobre la cuerda una toalla de baño.
El carburador del coche se había estropeado, además de otras complicaciones con la emisión de humos. Había hablado con Justo, el mecánico, y el precio del arreglo le suponía una cantidad inalcanzable. El hombre le dijo a la mujer la cantidad a la vez que le entregaba una toalla de lavabo.
- Demasiado -contestó ella con esa seriedad heladora del que digiere una noticia sin quitarle las espinas- Puede que el mes que viene vaya a una casa a planchar. Un par de días por semana, dos tardes, creo. ¿Al coche no le irá peor por estar varias semanas parado?
ÿl contestó que no, sin saber, casi sin importarle. Sacó de la lavadora una camisa azul de ella y tocó el filo de su cuello con una ternura abstraída. Inmediatamente dio la vuelta a la prenda y se la tendió a ella.
- Me han dicho que la empresa a la que ha ido Fernando es de las importantes en Munich, que pagan muy bien y puntuales. - dijo ella, volviendo ligeramente el perfil hacia la posición del hombre.
Fernando era su hijo mayor; Manuel, el pequeño, todavía estudiaba en el instituto.
- Fenomenal -añadió él.
Consultó el calendario que había frente a la lavadora, un papel de barniz amarillento de grasa que representaba un paisaje paradisiaco en la montaña.
- ¿Sabes si con el recibo de la comunidad nos pasan también el del agua?
Preguntó él tan ensimismado que volvió a olvidarse de la ropa.
- ¡Mira qué chula! -exclamó la mujer, sonriente y buscando al marido con los ojos- La urraca que ha vuelto otra vez. ¿Será la misma?.