Kabalcanty
Esos breves lapsos
Hay días, ratos, instantes, en los que la vida me toma de la mano y me pasea por sus rincones más amables con toda la dedicación que se le pudiera tener a un hijo. Sin perder un ápice de la curiosidad, como sugirió Azorín antaño, merodeo calles y plazas sintiendo el puño del corazón como un empuje que me pone ruedas y una mirada ávida que no encuentra descanso en aquello que, aún habiéndolo visto una y mil veces, reconozco nuevas cicatrices, nuevas vetas que enlazan sorpresas y sorpresas que me renacen pletórico. Veo un cielo azul, sin grasa, inmenso, que me convida a una extensión en la que distingo al futuro más inmediato con sus brazos abiertos de par en par y sus dientes relucientes dentro de una sonrisa franca, fiable más allá de su boca. Siento que la mayoría de los políticos hacen algo únicamente por mi bien, por el bien común, que ciertamente cumplen lo que prometieron en campaña electoral y no se escudan impunemente en tertulias de radio o televisión. Descubro en mujeres y hombres los niños que fueron charlando sentados sobre corazas obsoletas y ante una buena taza humeante de doble caldo de voluntad buena. Entonces suelo cantar como un loco que no le importa. Canto con Serrat, Triana, El último de la fila, con Pavarotti o con Luis Mariano y siento mis venas a rebosar como si mi torpe canto inflamara los aires con un extraño gas que cualquiera pudiera unirse a mis trinos. En aluvión se me ocurren versos en poemas sin tacha, historias que me dejan satisfecho, y en último caso, la novela que tantas veces comencé a escribir y jamás terminé. Sin embargo, nada es tan definitivo como para quebrar el gesto y perderse en pretéritos; en esos días, ratos o instantes, todo es anchuroso y expuesto ante uno como una alfombra interminable de césped húmedo que reluce, sin deslumbrar, bajo un sol claro. No hallo dolores en mi cuerpo, fumo y bebo sin que me pidan cuentas pulmones e hígado; como lo que me apetece sin soslayar el flotador sobre mis caderas, y sobre todo, respiro con todo el viento a mi favor y una bandera que imagino enarbolada sobre mi calva que, trémula, agita mis ansias de vivir. Entonces me creo que el amor dura más de cien años y perdono al momento a todos los bardos que insisten una y un millón de veces sobre la cuestión y me abrazo al tronco de mi compañera tratando de borrar, al roce de nuestras pieles, todos los interrogantes que dejé abandonados por su cuerpo como cadáveres incorruptos. Disfruto las noches insólitamente estrelladas, al igual de cuando era niño, sin dudas tenebrosas pues las preguntas se responden con dardos sensoriales que abarcan la sencillez de una palabra, acto o imagen que me concilia con la más subjetiva de las certezas. Tampoco me hacen falta dioses ni mitos: vivo la sorpresa de vivir sin necesidad alguna de sobrevivir para seguir superviviendo. Días, ratos o instantes hermosos, plácidos, insuperables, de los que quisiera siempre tener un pedazo de su materialidad lo mismo que mi tía Serafina llevaba siempre en el bolsillo de su delantal una castaña de las indias y sobaba y sobaba para evitar el dolor de muelas y el de las hemorroides. Un pedacito de fe a mano.
Me ocurre ahora, en este mismo momento, contemplando la fotografía de mi compañera y yo prendida sobre el mosaico de corcho de la habitación. Somos muy jóvenes, reímos a la cámara con descaro inmersos en ese instante congelado que dice de felicidad. Y no me reconozco, eso lo que me ocurre ahora mismo. Alejado de toda esa magia de la que he hablado antes, ahora vuelvo a ser el hombre "ignorado, desorientado, contaminado como cualquiera, aburrido, desconocido y poco atrevido donde lo hubiera", parafraseando la letra de la canción de Joan Manuel Serrat, y de esos días, ratos o instantes me queda una vieja brújula con la aguja desimantada. La lucha por la supervivencia cada día me abruma y aburre a la vez. Las noches son gigantescos neones que terminan enranciando los ojos. Los niños deciden incorporarse cada vez antes a la vida adulta acariciando una pantalla táctil con increíble solvencia. La zancadilla es parte del entendimiento entre las personas. Lo viejo se hace senil cada vez más pronto. Como también, a este lado de la historia, prevalecen charlatanes y modelos prepotentes que te tuestan el oído con su música de melodrama barato o de epopeya heroica. Pero no les escucho. Ya no, he perdido parte de la vergüenza. Hace unos años que me atornillé un sombrero entre las sienes y bajo su sombra creo coexistir. Espero que mañana, o pasado, o al siguiente día, vuelva a cantar como a un loco que no le importa y tenga suficiente bagaje todavía para gozar de esos breves lapsos.