Kabalcanty
Vivir por encima de las posibilidades
Cuando mi padre abrió la puerta, echamos a correr como si jamás hubiéramos visto una casa con cuatro paredes, y es que nunca habíamos visto una de tales dimensiones. Mi hermana y yo recorrimos al trote la casa llevando detrás el ladrido de nuestra perra "Chula". Abríamos armarios vacíos, puertas de estancias que nombrábamos como futuras guaridas de juegos o huecos que rellenábamos con el espejismo de nuestra futura cama dentro de una habitación propia, algo impensable antes cuando nuestro lecho era parte del comedor o un pequeño habitáculo a compartir con el abuelo.
Mis padres, impresionados con el espacioso salón, escudriñaban desde la terraza el pedazo de campo reseco que antecedía a las tapias del cementerio sur. Un camino adoquinado dividía el secadal hasta que llegaba a las puertas del camposanto y, más a lo lejos, unas mastodónticas fábricas humeaban alrededor de edificaciones que brillaban bajo la solanera del mes de julio. "Eso es Getafe", dijo mi padre con solvencia, señalando las construcciones lejanas. Creo que fue la primera y la única vez que vi a mis padres cogidos de la mano.
Íbamos de dejar nuestra casa en el centro de la ciudad (obligados porque el dueño de la finca quería echar a los inquilinos y convertirlo todo en un bloque de rentables apartamentos, lo que es hoy en día) y nos trasladábamos a uno de esos barrios modernos de la periferia donde las calles son amplias avenidas vacías con los vecinos parapetados dentro de sus casas. "El progreso social", nos decía nuestro padre cuando protestábamos por tener que cambiar de colegio y, seguramente, de amigos. Mi hermana con diez años y yo con doce entendíamos poco de "progreso social", mi madre mascullaba elucubrando lo lejos que le iba a pillar ir a hacer la compra y mi padre enunciaba lo que el antiguo Ministerio de la Vivienda metía en la cabeza a la emergente clase media de principios de los años setenta.
Pero aquel domingo del mes de julio todo quedó postergado impresionados los cuatro, mejor dicho, los cinco con la perra, por la espaciosidad de una casa que ya iba a ser nuestra definitivamente.
- ¡¡Papá, mamá, venid, mirad esto!!
Gritó mi hermana, atónitos los dos, ensimismados contemplando la bañera de dos metros instalada en el cuarto de baño principal. "Aquí lo mismo nos ahogamos, niños", mencionó mi padre frotándose las manos tal y cómo hacía, y hace todavía a pesar del parkinson, cuando algo le causa regocijo. "Qué barbaridad", comentó mi madre, cerciorándose de la profundidad del sanitario.
En la casa antigua la forma de bañarnos era bastante más complicada. Mi madre ponía a calentar dos o tres ollas los sábados por la mañana y llenaba un inmenso barreño de plástico, que compró ex profeso en la cacharrería del señor Raimundo en la calle de la bola, y allí mismo, en la diminuta cocina, primero yo (porque tardaba más, ya que siempre terminaba llorando por el escozor del jabón en los ojos y mi fobia a mojarme el pelo) y después mi hermana nos aseábamos a restregones con estropajo de esparto. Eso era en primavera y verano, el resto del año la higiene era más escueta.
El primer día que me bañé, un mes después aproximadamente, cuando se hizo definitivo el traslado y el calentador de butano daba ese toque tibio al agua, me sentí el niño más afortunado del mundo, un pequeño marqués o un infante disfrutando de un remanso acuático de paz y sosiego. Me dejó de importar que las gotitas aceleradas de la ducha mojaran mi cabello encrespado olvidándoseme en un santiamén del aluvión de agua que me caía desde la olla que volcaba mi madre y que parecía que me taponaba ojos, oídos y boca. Jugaba con la espuma de la pastilla de jabón "Heno de Pravia" y me figuraba nubes y mares a los que observaba y dirigía desde encima como si fuera un pequeño dios omnipotente remodelando un mundo. Tarareaba melodías antiguas, escuchadas una y mil veces en "Radio Intercontinental", la emisora inamovible de mi madre, mientras hacía navegar a buques y volar a aviones de "Montaplex" entre pétreos icebergs o nubarrones sutiles de espuma. Me sentía importante en la bañera, singular, como "dentro del progreso", me dije una vez recordando la frase de mi padre.
- ¿No te parece, Narci, que todo esto es vivir por encima de nuestras posibilidades?
Le preguntó mi madre a mi padre cuando ella salió de la bañera por vez primera.
Mi padre se quedó unos segundos serio, como sacándose la respuesta de su más depurado raciocinio, luego hizo un ademán para quitarle importancia y manifestó: "Es dignidad, Mari, dignidad que la teníamos más bien corta". Y se frotó las manos dos o tres veces.