Kabalcanty
Tres euros con veintisiete céntimos
Aunque el lumbago volvió a clamar al extremo de su espalda, Max siguió moviendo la brocha enluciendo el techo del zaguán de su casa. Habían sido dos semanas exhaustivas moviendo muebles, lijando barandillas y barrotes, emplasteciendo los agujeros de las paredes, encaramando botes y botes de pintura a lo alto de la escalera, puliendo azulejos de cocina y baño, pero al final, y esa era su gran satisfacción esa mañana, en menos de una hora todo estaría limpio y reluciente, como recién estrenado, como cuando Dora y él entraron cogidos de la mano hacia más de treinta años. A ella le hubiera gustado este lavado de cara, aunque hubiera refunfuñado por el apremio que Max ponía en todo lo que se le metía entre ceja y ceja ("es azogue sin ton ni son", podría haberle dicho); mas sobraba elucubrar sobre lo que a Dora le hubiese dicho o agradado porque vivía lejos de allí, en los fríos del norte, con otra nueva relación de la que Max sabía más bien poco. No importaba, el caso es que fuera feliz, se dijo una vez más mientras hacía bailar la brocha sobre la piel de la madera.
Terminada la faena, fue al chamizo que hacía las veces de garaje y abrió el enorme y vetusto frigorífico alojado junto a la parte delantera de un Ford lleno de polvo y con la capa metalizada de pintura saltada en su mayor parte. Contó por dos veces, como para cerciorarse concienzudamente, las ocho latas de cerveza que había en la nevera junto a un tupperware, opaco de grasa, con varios triángulos de queso. Tomó una de las latas y, tras el chasquido de la anilla, meditó unos segundos antes de dar el primer sorbo. Salió, cogió la antigua mecedora de Ikea y se sentó bajo el zaguán a la brisa del avanzado mediodía. De vez en cuando mirada la casa, daba un buen tiento a la cerveza y exhalaba toda la satisfacción que podía despedir por su boca. Sin duda, una labor bien hecha procuraba un regocijo singular, así como una paz consigo mismo o dejémoslo en una tregua, pero siempre, siempre, placentera.
Abriendo la tercera lata de cerveza apareció Amanda, la hija pequeña de los vecinos, una niña de diez años pecosa y parlanchina a la que Max, unos dos años atrás, había regalado un viejo puzle de dados representando varios lienzos de índole surrealista. A los padres no pareció gustarle mucho el regalo con esas formas extrañas y turbadoras, sin embargo ella se lo agradecía, en primavera y verano, cuando Max solía sentarse en el porche a beber cerveza, haciéndole visitas casi diarias.
- ¡Qué chuli te ha quedado! -dijo Amanda, saltando alternativamente sobre uno y otro pie encima de uno de los escalones que llevaban al zaguán de la casa- Parece una casa de cuento. Como la de Travis ¿sabes?
Max sonrió primero y luego le confesó que veía muy poco la televisión.
- Pero conoces la casa de Travis ¿verdad? -él asintió. Amanda rió inflando sus pecas sobre sus mofletes y añadió- : No ves la tele pero seguro que no te pierdes ni un capítulo de Travis. A mí no me engañas.
Hablaron un rato de cosas vacuas, sin mucho sentido, asuntos que poblaban el cosmos de la pequeña y que merecían toda la atención de Max.
- A mis padres no les gusta mucho que hable contigo -confesó de improviso y seguidamente se acercó un poco a él, controlando de reojo la ventana de su casa, y le dijo en voz baja-: Mis padres dicen que eres un vago loco y borracho.
Luego volvió a su juego sobre los escalones.
- Con tres euros -dijo Max, buscándose la cartera en el bolsillo de la pechera del peto- podrías comprarte lo que tú y yo sabemos que más te gusta.
- ¡Oh, sí! -exclamó la niña, abriendo desmesuradamente los ojos- ¡Una bolsa enorme de gominolas de frutas!
Max le tendió tres euros con veintisiete céntimos. Sacudió la cartera y la tiró con fuerza detrás de la casa.
- Es toda mi herencia, Amanda, toda, toda para ti.
- Gracias, señor Max -contestó ella, cogiendo el dinero- Tendré que esconder la bolsa para que mis padres no la vean; seguro que si se enteraran encima que me has dado tú el dinero tendría una buena regañina.
Amanda salió corriendo en busca de sus gominolas de frutas.
Max fue en busca de otra lata y la llevó hasta la hamaca. De las casas vecinas se escuchaba el tintinear de los cubiertos y los platos y el rumor vago de los anuncios de televisión. El sol lucía tibio e iba ganado terreno sobre la cornisa de la casa. Max pensó en la vejez, en la ruina y en la soledad y se apresuró en beber su bote, con ese "azogue sin ton ni son", y escaparse a por otro. Sólo le quedaban otros cuatro. Una vida. Una casa recién pintada que brillaba como la que más en toda la calle. Una herencia de gominolas de frutas. Un vago loco y borracho, sí, y se rió quedamente sin emitir sonido alguno.
Entrada la tarde, pasó a la casa a por un libro. Examinó los volúmenes de bolsillo sobre la desvencijada anaquelería y, al fin, cogió uno. Hizo pasar las hojas deslizando el pulgar y leyó un párrafo fortuito con atención. Entonces le urgió, olvidando el libro sobre el respaldo de un gastado sillón, consumir la última cerveza antes que fuese demasiado tarde.