Kabalcanty
Nada en juego
Se sobresaltó como si despertara de una situación límite dentro de un sueño. Un estruendo que aceleró su corazón y que no fue otra cosa, que comprobó tras unos instantes de confusión, que una de las muchas flemas concebidas en su pecho y que le hurgaban la garganta hasta provocarle el golpe de tos. Pero ahora su pecho se inflaba y desinflaba sin atisbo de ruidos burbujeantes, un poco inquieto, eso sí, por despabilarse de una manera tan brusca pero en toda apariencia en franca mejoría. Tomó consciencia del lugar en dónde se encontraba a medida que su respiración se fue acompasando.
Un largo y anchuroso pasillo se constituía por una hilera de puertas unidas por sus propios cercos. Puertas de madera de pino que se mostraban gastadas por el uso y una muy escasa conservación. Apoyado sobre los cabezales de los cercos, un techo blanco alojaba una hilera de pequeños focos de luz abundante y clara. Alrededor del embellecedor de cada foco, una aureola negruzca tintaba la techumbre, así como las tapas que protegían las bombillas estaban requemadas dentro de una mácula que tendía a expansionarse. El suelo de linóleo se veía gastado en el centro del pasillo y a la entrada de algunas puertas. Aparentemente no se escuchaba nada, tan sólo algún batir de puerta que golpeaba ligeramente, sin cerradura que lo contuviera, sobre el cerco.
Torcuato Alfajeme, sentado sobre el linóleo con su pijama azul celeste dos tallas más grande, vislumbró la extensión incalculable del pasillo puerteado tanto a su izquierda como a su derecha mientras escuchaba el golpeteo intermitente de las puertas producido por una brisa que él no percibía. Trató de recordar y obtuvo una lacónica respuesta: el pitido prolongado de una máquina, alguien que presionaba su mano con vigor y una falta de oxigeno en sus pulmones que, instantes después, condujeron a la flema que le hizo expectorar y despertar sobresaltado; eso era todo lo que le teledirigía su memoria. Lo intentó en varias ocasiones pero el resultado fue idéntico. No se acordaba que se llamaba Torcuato Alfajeme Sanz, ni que estaba felizmente casado y con tres hijos, fruto de su unión con Carmen, ni que trabajaba de ingeniero en la empresa de telefonía Lhander, ni que tres días antes había ingresado en el Hospital Metropolitano para tratarse una pulmonía bilateral.
Se incorporó y se decidió a recorrer el pasillo. No es que se encontrara desorientado, ni angustiado, ni siquiera sentía esa curiosidad por lo desconocido, era simplemente una exigencia de su cuerpo con una vitalidad por estrenar.
Aunque en un principio el silencio era la nota predominante, si acaso rota por sus pies descalzos sobre el suelo plástico, detrás de algunas puertas creyó escuchar un leve murmullo que se diluía cuando él traspasaba el umbral. Pasillos idénticos, igual de estropeados y extensos, se erigían tras franquear el umbral de las puertas. Los focos iluminaban impasiblemente un pasillo y otro sin que apareciera bombilla alguna fundida. Las puertas se ordenaban una junto a otra, unas más deterioradas que otras, retemblando con una corriente imperceptible. Torcuato Alfajeme entró y salió por una y otra puerta, en pos algunas veces de ese bisbiseo que cesaba ipsofactamente y otras veces por mero azar, hasta que perdió la noción de cual había sido el pasillo inicial. Nada variaba en su deambular dentro de un laberinto que tenía visos de no tener fin. Sin embargo, no le pesaba intranquilidad alguna, ni se sentía cansado, hambriento o aburrido, parecía inmerso en una extraña armonía por aquellos corredores solitarios. Se detuvo unos instantes, apoyado sobre el quicio de uno de los marcos, al asaltarle una idea: y si hubiera otros como él, entrando y saliendo de puerta en puerta, de pasillo en pasillo, con la única finalidad de no ser vistos. Un juego absurdo pero divertido en un lugar donde parece que nada ocurre. Torcuato Alfajeme se sonrió por vez primera desde que estaba en aquel paraje e hizo lo contrario de lo que había hecho hasta ese momento: penetrar por la puerta en donde nada se escuchara o desconfiar de la casualidad y elegir la puerta contraria. ¡Nadie podía descubrirle! ¡Si te pillan estás muerto!, se dijo esto segundo escapándosele una esquirla de carcajada.
Sin cansancio, ni sueño, ni hambre, ni tentaciones, ni angustia alguna, Torcuato Alfajeme iba y venía por los destartalados corredores esquivando bisbiseos, portazos destacados o sombras que parecían erigirse al fondo indefinido de los pasillos. Ya no acallaba sus risotadas, resonando en un eco amortiguado que aparentaba avivar el entrechocar de las puertas, cuando le parecía haber dado el esquinazo a alguien. En ocasiones pataleaba o daba palmadas para llamar la atención y salía presuroso por la puerta de enfrente y luego por la de al lado y después por la otra, hilarante, inmerso en el juego, poseso de una vehemencia que se convirtió en una incesante cotidianidad. Aunque sus recuerdos eran humo, creía ser más feliz que nunca, y jamás tenía la tentación de preguntarse por qué era tan feliz ni siquiera sí de verdad lo creía.