Kabalcanty
Cuenta atrás
El fin de semana había sido extraño, una cuenta atrás agónica que parecía sonar en sus pasos, en sus miradas, en todas sus ganas de olvidar lo que le amenazaba inminente. Trató de leer y las frases se entrecruzaban mandándole siempre el mismo mensaje; dio un largo paseo con Fátima, su esposa, por el centro de la urbe deteniéndose en tiendas, en bares donde ponían esas tapas de merluza que tanto gustaban a ambos; fueron al cine a ver una película repleta de acción, un thriller que te enganchaba a la butaca y te hacia participe involuntario de los avatares de la pantalla; bebió más cerveza que de costumbre y no habló para nada con Fátima del tema que le sugestionaba. Sin embargo, una gruesa serpiente se retorcía en su estómago, en su pecho, martilleaba su cabeza sin piedad, y le abocaba a encerrarse en su soledad y digerir su angustia con cientos de preguntas sin respuesta o argumentos que se desvanecían con un pestañeo. Se notó en alguna ocasión, sobre todo dentro de la oscuridad de la sala de cine, un ahogo que no parecía provenir de sus pulmones, sino del comienzo de su garganta unida en una palpitación al centro de su cabeza. Creyó que acostarse pronto el domingo y conciliar un sueño reparador sería clave, pero se equivocó como en el fondo temía.
La noche fue tediosa, interminable. Durmió profundamente las dos primeras horas pero después, urgido por un sueño que le despertó con el corazón alocado, apenas pudo amodorrarse en periodos de diez o quince minutos. Aunque acababa de entrar el invierno y habían decidido no encender la calefacción hasta que entrara más crudo, él estuvo toda la noche bañado en sudor mojando sábanas y almohada. La persiana del cuarto golpeaba el marco de la ventana debido al viento fresco y él se arropaba y se desarropaba derretido en su propio jugo. Su mente se desbordaba en un frenesí que le enfrentaba a una realidad que se le antojaba insoportable y, al tiempo, ineludible, y eso derivaba en un duermevela que le escocía en los ojos y pululaba descontrolado en un recodo de su cerebro. Envidió el sueño acompasado de Fátima que, a su lado, fruncía de vez en cuando el labio superior envuelta en un reposo que desprendía salubridad.
Se levantó más de media hora antes de que sonara el despertador. Lo desconectó antes de tomar una toalla limpia y enjugarse el cuerpo entero. Luego se demoró en la ducha, bajo un chorro enérgico de agua tibia, dejando que le agua cayera sobre su cabeza como queriendo arrastrar una concha incrustada.
Le pareció que alguien, alguno de sus hijos o la misma Fátima, intentaba abrir la puerta del aseo y acudió a abrir una rendija para comprobar que no había nadie. Chorreando desnudo agua jabonosa frente al espejo se vio escuálido, desmejorado, un cuerpo que se le figuraba ajeno a la idea que había tenido de él mismo dos días antes. Creyó que el relieve superpuesto de una figura se desprendía de su piel, a su espalda, frente el reflejo del espejo, y se desvanecía a sus pies como una marioneta. El espejo empañado recortaba su rostro en una mueca horrible, víctima de un sufrimiento que aullaba pegado al techo del aseo arañando la pintura para escapar de aquel habitáculo.
Se secó excitado y se vistió sin importarle la indumentaria. Apenas se tomó un café frío con un par de galletas. Se despidió fugazmente de Fátima, casi sin despertarla, besándola en la comisura de los labios, y salió a la calle.
Llegó a la fábrica más pronto de lo habitual, era lunes y ese día el que más y el que menos se retrasaba por lo que se encontró el edificio desierto, a excepción de Juan, el vigilante nocturno. Se puso el mono de trabajo concienzudamente: ajustándose la cremallera al cuerpo como si cerrase una caja de caudales. Se entretuvo en limpiarse las botas de seguridad y cambiarse los cordones por unos nuevos que guardaba para la ocasión en su taquilla.
- Hoy es 31, a ver qué pasa -dijo Roberto, el que estaba en la cinta de embalado y que se cambiaba de ropa al lado de él, con cierta pesadumbre pero concentrado en la tarea de desvestirse.
Sin embargo, a él no le pareció una frase rutinaria, cabal en aquel día último de mes. Soslayó la figura encorvada de Roberto y se le asemejó un ser maléfico, un duende perverso que sabía más de lo que aparentaba y disfrutaba haciendo correr la incógnita.
La primera hora en la cinta de anclaje se le hizo larga, agudizando el oído para no perderse cualquier mensaje de la megafonía. Trabajaba con la mecánica de la costumbre pero sus sentidos estaban puestos en una concreta llamada, en que el tono agudo de Sara, la secretaria de administración, dijese Rodríguez y no Fernández, ni Pérez, ni Díez, ni González. Después se fue relajando, animándose a medida que el tiempo avanzaba sobre esa mañana de lunes laborable.
A las 11:42 escuchó su nombre y apellidos por megafonía. "José Rodríguez Trigueros pásese por administración, por favor". Tanta ansiedad y, al final, la llamada había acabado sorprendiéndole.
Todo se desarrolló con rapidez y asepsia, con la mecánica de la costumbre y la impasibilidad que ostenta el poder. Dobló la notificación de despido por la mitad y la guardó en uno de los bolsillos superiores del mono. Se puso la ropa con la que aquella mañana llegó a la fábrica y, sin despedirse de nadie, salió. La calle se le manifestó como un lugar inhóspito, una selva peligrosa que se alzaba desafiante y desconocida. Tuvo miedo, mucho miedo, más pánico que durante el fin de semana, cuando se le apareció el armazón grisáceo de la fábrica, en la acera de enfrente esperando la llegada del autobús urbano, como una fortaleza feudal inexpugnable, grandiosa, clausurada a cal y canto, ondeando sus almenas como unos brazos amenazadores bajo un cielo oscuro que parecía sostenerse sobre ellas.