Kabalcanty
Observador de los cielos
"....Este es tu único destino,
este es tu propio destino."
(Watcher of the skies. Genesis, 1972)
Se pasaba más de una hora encaramado en la duna más elevada escudriñando el cielo. Parecía no pestañear leyendo el azul, tropezando con la luna de día o con el cegador resplandor del sol. Lo hacía siempre por el día como si la luz poseyera una clarividencia que la noche estrellada pudiera confundir con sus centelleos. Luego, cuando se cansaba de auscultar ese cielo impertérrito, se dejaba caer por la ladera de la duna y volvía a su peregrinaje sin tino. Cubría su cuerpo enjuto, magullado por una erosión de cicatrices y costras, con unos harapos que apenas cubrían su pecho y su sexo. Más que andar, arrastraba los pies entre la arena sorteando los variopintos objetos semienterrados. El armazón de una lámpara, el volante de un automóvil, la pata de una silla, una quijada humana, unos viejos zapatos, un bolígrafo, la hoja amarillenta colgando de un bloc, la carcasa de un ordenador destripado...... se diseminaban entre la arena como un abigarrado granizo. Él casi nunca reparaba en nada, excepto en lo que le sirviera de alimento, y esquivaba los despojos con el único fin de poner a salvo sus pies, enfundados en unas destartaladas playeras.
La desolación parecía no tener fin y la tierra árida se extendía infinita sin que un día con otro tuviera variación alguna. Por la noche dormitaba, siempre en un sueño intranquilo que le sacudía de espasmos y súbitos despertares, al socaire de una duna de amplia base para que la leve brisa que irrumpía en la noche no la deshiciera antes de las primeras luces. Vagaba en busca de algo sin saber el qué como tocado por la inercia de una existencia que sólo le impelía a andar y a andar. Preguntaba al cielo por ese pasado en donde atesoraba unos recuerdos cada vez más vagos que jugaban ya con la impronta de la fantasía y que constituían su refugio para ensoñarse un hombre sano y cabal rodeado de semejantes con los que compartir simplemente una mirada. Sin embargo, ese cielo terriblemente límpido, sin señales, arrasado por una homogénea capa de inflexibilidad, que un día fue fuego devastador impiadoso, sólo parecía emitirle mensajes de un futuro calmo tan desolador como una muerte a plazos. La demencia era la fortaleza que todos los días le ayudaba a descifrar el repetitivo mohín del firmamento al igual que el dolor de su cuerpo, el deambular sin dirección alguna, el sueño sin consuelo. El descontrol de su mente era el único aliado que le insuflaba una fe que el sol requemaba cada jornada y la luna hacía más trasparente cada noche.
Fue al poco de aparecer las primeras luces, emprendiendo un día su cotidiana caminata, cuando le pareció entrever, a través de sus enrojecidos ojos legañosos, cómo el desértico horizonte se veteaba con un azul resplandeciente. Se le antojó una de sus muchas alucinaciones pues se le asemejaba a un desplome del cielo sobre la línea del horizonte que fluctuaba con el fragor de la hecatombe; el colorido de la inminencia del desastre.
Avivó la torpedad de su paso mientras el golpeteo de su corazón armonizaba su ansiedad. Poco a poco, y olvidando ese día la observancia de los cielos, se halló con un mar índigo, repleto de desechos y con un epitelio de peces muertos, que se mecía perezosamente hasta dejarse sobre la arena de una pequeña playa.
Encallado en la arena, un barco pesquero oxidado ofrecía su sombra a una figura humana que miraba el vaivén del mar sentada sobre la arena con los brazos apoyados sobre sus rodillas.
Lagrimeando de emoción, él se acercó con todo su empuje a la persona, ayudándose con las manos para imprimir más velocidad. Era una mujer. Sus pechos desnudos, caídos hasta cerca del ombligo, le redescubrieron una sensación que tenía olvidada.
- ¡Hola!
Gritó cerca de ella, tratando de sonreír y sorprendiéndose del timbre de su propia voz.
La mujer le miró despaciosamente y le hizo una seña incoherente, después siguió clavada en la balsa ponzoñosa del mar. La brisa marina traía un hedor insoportable a podredumbre.
- Creo que me llamo Turmo -dijo él, poniéndose junto a ella a la sombra del barco.
La mujer volvió a mirarle de frente unos segundos y, sin pronunciar palabra, regresó a su observación. Tenía los ojos claros, enrojecidos y secos como él, y un cabello largo y enmarañado sujeto con una cinta de cuero. Llevaba puesto un pantalón corto deshilachado sobre unas piernas huesudas y bronceadas hasta la negritud. De espaldas, los dos cuerpos, eran un montón de pellejo y sobresalientes huesos.
- Espero que la respuesta venga por el mar -farfulló ella desde su boca casi desdentada.
Él también se puso a escudriñar el mar y el cielo brumoso que techaba la lejanía de las aguas.
- Yo hasta ahora sólo observaba el cielo. -añadió él, pasando su brazo sobre los hombros de ella.
La mujer se volvió hacia él ligeramente y, tras unos instantes, le enlazó su breve cintura. Después siguieron mirando al mar, apoyadas las cabezas entre sí y esbozando frases por el mero hecho de escucharse tras mucho tiempo.