Kabalcanty
Paseando de intruso
Una de estas tardes pasadas decidí dar un paseo vespertino por uno de los barrios (seguramente el de más solera y raigambre) en donde habita la clase más acomodada de la ciudad. Me bajé del autobús en el Paseo de la Castellana y subí la calle Hermosilla, ya que me ofrecía una benevolente sombra arbórea en una de sus aceras en el conjunto de un día bochornoso de finales del mes de agosto. Hacía varios años que no paseaba por aquel entorno y mi ambición estúpida, no exenta de altas dosis de romanticismo, por descubrir la maravilla, lo inexplorado, el sutil toque de la magia en cualquier rincón de la gran urbe, me empujaba con una especie de ansiedad que me escocía en la vista.
Me topé con la gran arteria de la calle Serrano deslumbrándome los escaparates de sus tiendas de lujo. Sobre sus aceras desmesuradas, sus papeleras sin rebosar de desperdicios, sus alcorques limpios acogiendo esbeltos troncos de cabelleras armoniosas, me vi reflejado en el cristal de uno de sus comercios. Mi calva, mi camiseta y mi pantalón vaquero parecían descolocados entre frascos de fragancias de precios astronómicos y lociones y champús que mostraban fotografías de hombres y mujeres nacidos para ser bellos, revestidos con pieles brillantes que rebosaban salud. Me toqué el mentón comparándome con el firme e impoluto del hombre que lucía en sponsor publicitario y me sonreí abatido; estaba mal afeitado y bajo mi mentón había una incipiente papada que parecía ganar peso a medida que me demoraba en el escaparate. Me prometí no volverme a detener frente a tiendas que no me reclamaban.
Abandoné esa calle. Retrocedí hasta que la calle Goya se me cruzó en el camino. A medida que iba ascendiendo, alrededor de una pulcritud en la acera que se me hacía cada vez más ajena, percibía que no había local alguno cerrado y que los clientes no sólo miraban los artículos expuestos sino que compraban y salían con bolsas que llevaban livianamente de la mano como si la adquisición fuera algo vaporoso que dentro de varios minutos dejaría de existir. En el extrarradio urbano en donde vivo las bolsas de las compras se llevan bien asidas, aseguradas diría yo, y en los establecimientos se husmea más que se adquiere por el miedo a equivocarse y no tener para pan al día siguiente.
Me cruzaba con mujeres y hombres muy morenos, de cutis tersos, peinados envidiablemente y vestidos con ropas de marcas muy visibles (llegué a distinguir la marca de un pantalón masculino un par de dedos por encima de la rodilla). Todos, ellas y ellos, se movían con soltura dentro de sus vestimentas como si sus cuerpos y sus ropajes etiquetados fueran cada uno por su lado. Aisladamente, entre bolsas, linos y sedas, surgía alguna persona de mi misma catadura. Cruzábamos una fugaz mirada, en parte sorprendidos gratamente y en otra parte desconfiados, que terminaba en nuestras manos vacías o en la punta de nuestros zapatos de polipiel.
Atravesé la calle Príncipe de Vergara y me vino a la memoria el desaparecido cine Cid Campeador. De sus tripas ya no queda nada, solamente su fachada espera albergar cualquiera de los negocios en boga en concordancia con la zona. Parado en la acera, frente al desolado frontispicio del cine, creí escuchar el griterío en clave de "La naranja mecánica", película que contemplé allí unos treintaycinco años atrás. Toda una vida.
Al llegar a la intersección de la calle Goya con Alcalá y Conde de Peñalver, me sentí decepcionado a decir verdad. La "magia" insustancial, la esencia que rebusco entre lo cotidiano, que perseguía aquella tarde perdía fuelle a pasos agigantados. Mi paseo sólo había constatado que la diferencia de clases sociales sigue siendo es abismal, algo tan sabido que me aburría pensarlo. Concejales de uno y otro signo político habían preservado aquella fauna urbana, que de ordinario habitan, y aislarla de su extinción, aún a costa de desnutrir más los barrios populares. Yo no era de aquel barrio pero intenté obviarlo con la "magia" de una espontánea caminata y, de nuevo, el verismo menos piadoso había roto el posible embrujo.
Anduve por Conde de Peñalver hasta la bocacalle de Hermosilla con el fin de bajar hasta la Castellana y tomar el autobús de vuelta. Los minutos consumían el verano con su depredadora costumbre. Entre las ramas renegridas de un árbol de la calle contemplé, en el filo de una nube, la herida del sol. Hacía un calor con esa densidad que propicia la contaminación y era recomendable respirar a sorbos breves, sin acaparar los pulmones. De súbito, recorriendo con la mirada el esquinazo de la calle Núñez de Balboa, hallé una pequeña iglesia inmersa en un tupido y agreste jardín. "Iglesia Anglicana de San Jorge", leí una placa dorada incrustada en uno de los machones que sujetaban la puerta. El lugar, aunque estaba cerrado a esas horas de la tarde, emanaba un encanto que te transportaba de aquel barrio elitista. El jardín tupido, enredado hasta confeccionar un halo de misterio, albergaba una iglesia singular mezcla de estilo románico, mudéjar, y otros estilos arquitectónicos más modernos. Quedé abducido por aquella belleza extraña, misteriosa y sugerente, que me dejó paralizado escudriñando su profundidad insondable a través de su puerta enrejada. Se me ocurrieron versos dejándome llevar entre su piedra y ladrillo hasta colgarme de su escueto campanario.
Respiré hondo, sin sentir siquiera el cuchillo de la contaminación, para disfrutar de una felicidad tan parca como la distancia que me quedaba para llegar a la parada del autobús. Pero en eso consistía la "magia" y de sobra sabía que sólo un entrenado empecinamiento la alargaría un poco más. Al final, había merecido la pena aquel paseo foráneo.