Kabalcanty
Invocar en tiempos de crisis (1ª parte)
Había terminado mi prestación por desempleo, tenía más de cincuenta años, y por hache o por be tenía un oficio, por llamarlo de alguna manera, que me había aportado unos emolumentos tan pírricos que mi existencia siempre estuvo más cerca de la inanición que de la gula de andar por casa. Mi mujer me había dejado por un comercial de seguros aeronáuticos y mis hijos andaban descarriados buscándose una vida en no sé dónde y de no sé qué. Toda una actualidad espectacular.
Desesperado, harto de estar harto, fui amasando una idea disparatada, como casi todas las que han jalonado mis días. Recurrí a mi única posesión: libros y más libros que tapizaban las paredes de mi miserable y desocupado hogar. En una semana conseguí la información que necesitaba. Recordé una tienda esotérica en la que hacía años compré un atrapasueños para dar con la clave de los seis números de la lotería primitiva (obviamente no obtuve el premio por más que dormía y dormía con el artilugio colgado en la cabecera de la cama, justo encima de mi cabeza). El empleado de la tienda, un tipo con una larga coleta canosa y los dedos de las manos llenos de anillos con simbologías del más allá, me surtió de todo lo necesario: una túnica negra, media docena de velas también negras, una imagen con el símbolo de Bafomet, una alfombrilla y un mantel negros, una daga, una campanilla y un cáliz de plata. Los escasos euros que me quedaban se los llevó el tipo de la tienda esotérica sin el más mínimo sonrojo. Pero el plan era el plan.
Llegué a casa nervioso, ansioso por comenzar el principio del fin de mi existencia como Carpanta y convertirme en un prototipo Amancio Ortega. Consulté mis apuntes y, sobre la mesa de tijera de Ikea que nos regaló mi suegro, preparé el altar extendiendo el mantel, prendí las seis velas negras, coloqué el cáliz bocabajo en el centro de la mesa con el símbolo de Bafomet coronándolo y la daga en paralelo al cáliz, y eché las cortinas, ya que me pareció, aunque en los libros nada ponía al respecto, que la oscuridad era lo suyo. Me coloqué de rodillas en la alfombrilla frente al altar, de espaldas al televisor, cubierto con la túnica negra e hice sonar la campanilla nueve veces antes de recitar: In nomine dei nostri Satanas Luciferi excelsi, yo ordeno a las Fuerzas de las Tinieblas que me otorguen todos sus infernales poderes.
Esperé unos prudenciales minutos. Nada. Solamente el runrún del tráfico de la tarde y el vocerío de los componentes del programa televisivo "Sálvame", proveniente de la casa de doña Paquita, la vecina de al lado, quebraban el absoluto silencio. Probé dos, tres, cuatro veces, armado con la paciencia in extremis del agobiado experto, sin detenerme hasta que llegué a la docena. Me incorporé con las rodillas doloridas, cargado de decepción, y fue entonces cuando un fogonazo, que preparó una zorrera en el cuarto que me hizo toser hasta casi echar las bilis, fue desvelando una figura frente a mí. Sin parar de toser, envuelto en un nauseabundo olor a azufre, fui viendo al visitante que había invocado. Iba vestido con unos vaqueros deslucidos, una camiseta blanca y una gorra de los Dallas Mavericks, sobre la que había dos incisiones por las que asomaban dos cuernos del tamaño de un pulgar. Lucía un moreno achicharrado, rojizo, y me miraba mal encarado, con las cejas en uve, plantado al otro lado de la mesa con las piernas abiertas y trémulas como en un tic.
- ¿Me quieres decir qué coño quieres, brasa de los cojones?
Le hice un gesto de disculpa para que diera tiempo a mi tos. Él se dejó caer bruscamente sobre una silla, apoyando sus rudas manos en sus rodillas que no cesaban de menearse arriba y abajo.
Aunque podría pensarse lo contrario, no sentía miedo ante él, sí un cierto respeto que me ponía en mi lugar posterior, nada más; y es que, desde su aparición, me había recordado a Mohamed, el moro que vendía baratijas y alfombras en el bar Prieto, que tenía un "antojo" que le teñía más de la mitad del rostro con una pigmentación rojiza casi negra; y es que eso de los parecidos siempre da cierta confianza, una extraña familiaridad a priori.
Le expliqué lo más concisamente el motivo de mi invocación ofreciéndole mi alma para toda la eternidad, tal y cómo estaba escrito el trato desde los tiempos ancestrales.
Cerró los ojos (blanqueaban sus párpados como dos pegotes de nieve) y suspiró con tal intensidad que vibraron los tazones rosados de Sepúlveda, objetos que conservaba como recuerdo de mi mujer. Luego se pasó las manos por el rostro y murmuró algo ininteligible dirigiendo sus ojos al techo.
- Por lo menos tendrás una cerveza y algo de picar- dijo al cabo, escudriñándome descarado al tiempo que se cruzaba de piernas.
Fui raudo a la cocina a por la más de media litrona que me quedaba y unas cortezas que me había subido del aperitivo del bar.
(continuará)