Kabalcanty
La maravilla siempre es disparatada
Antes de llegar al filo del precipicio sintió un escalofrío que se arracimó en lo más profundo de su cabeza. Se fijó en el cielo claro, más cercano ahora que la boca del abismo que le precedía, y quiso decir algo, como siempre decía algo cuando tenía a quién decírselo, fuera o no conveniente, pero sólo su sombra se alargaba a uno de sus lados. Ni siquiera el viento, apenas un suspiro otoñal que ahuecaba hojas muertas, hubiera arrastrado sus palabras muy lejos de él. Entonces pasó la lengua por los labios y tragó hasta que notó el roce de las aristas de las palabras despeñándose por su esófago y apilándose en la boca de su estómago.
La vida le había mentido, o mejor dicho: él se había mentido con la vida. La creyó repleta de mágicos recovecos por hallar, de maravillas por descubrir que hilvanaría una a una para recordarlas en tiempos infelices. Creyó que algo definitivo y mayúsculo se toparía en su camino para convertirle en un hombre auténticamente feliz, FELIZ tal y cómo grafiteaba por las paredes siendo todavía adolescente. Asistió como espectador a ver pasar la vida atento al abalorio rutilante que confirmara su vehemencia.
Pero nada ocurrió de mención que él mismo no buscara. Si se enamoró fue él quien anduvo rogando al amor con no sé cuantos batacazos de por medio; si tuvo amigos fue él quien insistió en verse y llamarse a menudo; si tuvo un trabajo que le había permitido subsistir sin mendigar fue él quien dedicó más de la mitad de su existencia a engrosar la rutina en una profesión que jamás le llenó; si algo le gustaba era él quien acudía junto al placer para mimarlo antes de que se desvaneciera. La fascinación que él persiguió siempre terminaba valiendo esfuerzo, dinero y empeño. Y eso le alejaba, año tras año, del sueño que él intuyó como posible.
Ciertamente que su desencanto ocurrió despacio, con la menudencia de las desilusiones en formato cotidiano. Nada, en apariencia, le parecía definitivo, un tropiezo, quizás, un pequeño fraude que, sin duda, terminaría por desencadenar el hallazgo. Escudriñaba desde la ventana el deambular de la gente en los días festivos con el afán de encontrar el quid entre cientos y cientos de pasos. Se demoraba auscultando el cielo pretendiendo dar con el resquicio que desdijera tanta invariabilidad. Devoraba libros minuciosamente, frase por frase, palabra por palabra, intentando dar con la pócima que le evadiera del pasmo. Veía películas creyendo firmemente que alguno de los actores era él moviéndose en el alambre vital. Entre la literatura y en cine se movía su mundo y lo tomó por el de todos a pies juntillas. Sin embargo, nada nuevo ocurría que no pudiese esperarse aunque no cejase de imaginarse lo que no ocurría.
Todo se desbarató en un único día, mejor dicho en una única madrugada. Ocurrió en el momento en que vio morir a su madre. Falleció suplicando vida, gritando desaforadamente y aferrándose con sus manos a las sábanas de aquel oscuro hospital. Sin reconocer a nadie, sin control, sin esperanza, su madre aullaba implorando unas gotas más de vida. Luego murió arqueada, exhausta, con la boca abierta y torcida y los ojos vidriosos reclamando una última lágrima. Sopló una oleada de viento viciado, cuando él fumaba en las escaleras que conducían a la habitación adonde había muerto su madre, y aquella vez sí que se desveló una incógnita. Menos de un minuto duró la bofetada de aire rancio y, sin embargo, reconoció la respuesta que tanto había esperado por la viscosidad casi familiar que le produjo en el rostro. Una caricia fría y pegajosa que reclamaba su piel y postergaba su marcha por la ventana entreabierta de la escalera. Ni siquiera sesenta segundos para comprender que se había equivocado con la vida pocos años después de nacer. Recordó la imagen postrera de su madre: cubierta con una sábana con los montículos de sus manos engarfiadas a uno y otro lado de la cama. ¿Había sido su madre feliz? Comprendió que no. ¿Por qué demandar a la vida con tanto ardor, con tanto apasionamiento? Un valle repleto de absurdos se abrió detrás de sus ojos y solamente la colilla del cigarrillo entre los dedos le avisó que todo debía continuar. Y todo siguió, en efecto, pero de manera diferente.
Se acercó al precipicio para sentarse con las piernas colgando sobre el vacío. Un tibio sol le bañaba la cabeza agradablemente. En el fondo, un pinar requemado se extendía apretado y silente, atravesado, más a lo lejos, por una carretera por la que pasaba, muy de vez en cuando, algún automóvil. Un otoño impropio, cada año más avaricioso del huido verano, asomaba un nuevo día. Los ojos de él contemplaban la estampa aérea sin emoción alguna, sin preguntas y sin respuestas. Otra vez quiso decir algo, posiblemente algo incoherente y fuera de lugar, pero lo absurdo de su soledad le calló. Estiró los dedos de las manos con fruición antes de apretar los dientes. Entonces surgió algo inesperado. Entre la espesura de los pinos algo relampagueaba con insistencia. Un cristal, un pedazo de espejo, una lata, acaso un charco.......pensó, inesperadamente alerta. Las señales cambiaban de color y atravesaban las punzantes hojas de los pinos en varias direcciones. Uno de los haces de luz le deslumbró súbitamente y ya no paró de dirigirle su reflejo. Sentía la tibieza del rayo luminoso en lo alto de su frente como si se tratara del picoteo de un pájaro diminuto. Se incorporó sobre el borde del precipicio para hacer visera con la mano sobre sus ojos y buscar el sendero para bajar al pinar. Su corazón latía con fuerza cuando descubrió la vereda que serpenteaba la bajada.