Kabalcanty
El horror
La represalia contra el terrorismo no trae la paz. Hay un atacante suicida, una represalia y luego una contra-represalias. Y simplemente sigue y sigue.
(Desmond Tutu, religioso, teólogo, profesor y pacifista sudafricano)
Nunca llegó a entender nada. Tampoco tuvo tiempo suficiente, quizás. Su cuerpo adolescente era ahora un charco de sangre y un montón de pedacitos de vísceras adheridas a otros cuerpos enteros de muertos. Su Kaláshnikov todavía humeaba varios metros alejado de su charco sanguinolento entre el griterío, la atrocidad, el horror. Nunca llegó a entender nada.
En sus primeros años, siendo niño en Ramallah, Palestina, creció entre el miedo, la amenaza de las noches escuchando el rugido de los motores de los blindados israelíes. Lloraba mirando a sus dos hermanos mayores que hipaban por contener las lágrimas. Una chabola con jirones de lona por techo era su hogar, la morada de su madre, que rezaba y rezaba o suplicaba al cielo agitando las manos con desesperación; la casa de su padre, albañil, con más trabajo del que podía dar abasto y pocos que pudieran pagarle, que negaba una y otra vez con la cabeza maldiciendo por lo bajo.
La situación extrema hizo emigrar a su familia desde Ramallah hasta Kerbala en Irak, atravesando Jordania en un autobús desvencijado fletado por Al-Fatah. En Kerbala su padre tenía unos primos que le acomodaron en una pequeña casa de ladrillos horneados y revoque de barro. Una miserable casa que le pareció mansión a la familia. El país estaba en guerra pero en aquella ciudad todavía parecía lejana o por lo menos más distante que el cotidiano estado de alerta de Palestina.
Su padre pronto halló trabajo en la reconstrucción de la carretera que llevaba a Bagdad. Su madre y su hermana mayor cuidaban de él y atendían la casa en tanto que su otro hermano, el primogénito, comenzó a aprender a leer en la Escuela Coránica de la ciudad.
- En dos o tres años tendréis a vuestro primogénito hecho todo un bastión del Islam. El futuro - le dijo a su padre uno de sus primos.
Durante tres años sólo vieron dos viernes al mes al hijo mayor. Luego fue él mismo quién entró en la Madrasa. Aprendieron a leer empapándose los versículos del Corán mientras la familia seguía su discurrir rutinario.
Cierto día de comienzos de primavera la metralla de una bomba seccionó la cabeza de su hermana cuando acudía a por agua con su garrafa de plástico. La guerra se había recrudecido y ya no parecía tan lejana como años atrás. Desde ese mismo día, llorando, abrazada al cuerpo demediado de su hija y pidiendo enrabietada explicaciones a un cielo cada vez más turbio, la madre fue perdiendo la razón. El padre se fue aislando cada vez más en su trabajo, alejado ya a muchos kilómetros de Kerbala, y los hijos, pausadamente, pasaron a la custodia de los primos.
Él tenía nueve años y su hermano doce cuando se les nombró hombres que habrían de defender la desgracia de la familia. Escudriñó el perfil serio de su hermano mayor y halló parecida perplejidad a la que anidaba en su interior. No entendía nada.
- Mirad, lanzagranadas americanos, fusiles de asalto rusos, pistolas francesas de largo alcance, munición española, ropa de campaña alemana. Todo, queridos hermanos, al servicio del ISIS. Dawlat al-'Iraq al-Islamiyya! Allahu Ákbar !
Les dijo, alzando al final la voz con furia, el primo de su padre a los dos meses de llevarles a asistir a las reuniones del Ejército Islámico en la ciudad de Faluya.
- ¿Por qué nos venden armas los mismos que nos atacan, hermano? - preguntó esa noche, tumbados en los jergones del acuartelamiento de las milicias del ISIS.
- Tal vez seas demasiado pequeño para comprender la omnisciencia de Alá. No te preocupes, llegarás a entenderlo más tarde.
Pero nunca llegó a entender nada.
Pronto su hermano mayor perdió el miedo al sonido de las armas y ametrallaba las figuras de cartón con aplomo en el campo de tiro. Hasta sonreía cuando una de las dianas caía abatida por la carga de plomo. Él tardó mucho más tiempo en acostumbrarse y jamás rió.
Pasados los años, su hermano mayor cayó muerto en el atentado a la revista Charlie Hebdo y él, diez meses después, al inmolarse en la sala de espectáculos Bataclán, ambos en la ciudad francesa de Paris. Contaba poco más de quince años y nunca llegó a entender nada.....aunque, según fuentes no autorizadas, unas décimas de segundo antes de que su cuerpo se hiciera trizas al activar su cinturón explosivo tuvo una fugaz visión:
Mahoma, Jesús y Siddhartha, bajo la sombra de un árbol descomunal, se abrazaban, visiblemente apesadumbrados, al tiempo que disentían con sus cabezas una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otr...............