Kabalcanty
Las escaleras de la calle Santa Cruz de Marcenado
La semana pasada escribí sobre aquellos lugares que nos recuperan la buena memoria que un tiempo atrás nos dejó; las calles, casas o parajes que nos devuelven el cachito de felicidad que rebrota cuando regresamos a sus contornos. Pero hoy voy a contar sobre su antagonismo, sobre esos sitios que tratamos de evitar porque nos enturbian el recuerdo con infaustos sentimientos. Aunque, como es mi caso, tratemos de bordear sus límites, siempre hay alguna ocasión que nos toca apechugar con el recuerdo más ingrato.
La calle Santa Cruz de Marcenado de Madrid es un sitio insólitamente silencioso, habida cuenta que se encuentra en paralelo a la calle Alberto Aguilera, vía muy transitada y repleta de comercios. Acaso su reserva se deba a los sólidos muros de la Universidad Pontificia Comillas, donde tiene su sede el ICADE, que ocupa más de la mitad de la calle, o acaso sea a que tiene enfrente un cuartel militar, creo que ya en desuso, colindante al histórico cuartel de Conde Duque, y que hace más de cuarenta años, época a la que voy a remontarme, era todo un baluarte de silencio a ultranza; escandalizar en sus alrededores podía costarte un buen disgusto por parte de los militares. Clérigos y castrenses habitando una calle hace más de cuatro décadas (¿de qué me extrañará ese silencio?).
La Universidad Pontificia Comillas contaba, y cuenta, con la iglesia de la Inmaculada y San Pedro Claver y en la escalinata de entrada a dicho templo, siempre cerrado por las tardes en aquellos años de marras, nos dio por reunirnos a los compañeros de colegio. Poco a poco, con la llegada de las vacaciones estivales, fuimos quedando menos hasta que llegamos a ser siete, siete que nos juramos amistad y lealtad eterna, como nos dictaba la conciencia inmadura de catorce y quince años. Meses más tarde, siempre alrededor de nuestro radio de acción de "las escaleras", llegaron las chicas, otras tantas adolescentes que revolucionaron la convivencia de los siete amigos. Llegaron los amores y desamores, las traiciones que nos parecían atroces, los primeros besos, las promesas infinitas, las parejas, los desemparejados.
Para mí no fue una época afortunada (evidentemente fui de los desemparejados, aunque lo intenté denodadamente) donde mis primeros pasos hacia el cosmos adulto se hilvanaron de desilusión en desilusión. Mi acceso a la galaxia femenina fue un fracaso estrepitoso que me hizo sufrir más de lo que padecía el joven Werther o Peter Camenzind, novelas que por entonces devoraba con fervor. El rechazo provocó lo que todas las personas tienen que pasar tarde o temprano, es decir el desencanto. En esos años precoces prácticamente todo se magnifica o se empequeñece con desmesura y el rito del amor, correspondido o no, tan a mano constantemente en nuestra cultura, no es ninguna excepción. Mis primeros escarceos con la literatura fueron precisamente en torno al amor contrariado e imposible que no cesaba en su ímpetu ni con el punto y final de la muerte. Todo un Lord Byron a quién admiraba sin tasa y sin haber leído ni una sola línea de sus escritos.
Sin embargo, todo hay que decirlo, el espíritu de amistad inquebrantable de "los siete de las escaleras" siguió su buen curso durante seis o siete años más. La escalinata de la iglesia neomudéjar de la calle Santa Cruz de Marcenado seguían siendo el punto de reunión y nada parecía que pudiera cambiar. Mas, lógicamente, todo permutó al cabo de poco tiempo.
Y es aquí donde quería llegar desde el principio, desde que dije de esos lugares donde la memoria se hace desagradable. Pasados más de treinta años, con casi nulo contacto entre todos, nos volvimos a reunir "los siete de las escaleras". Más calvos, más gordos, más afortunados o más desafortunados en nuestras vidas actuales, nos contamos el resumen de lo que habían sido nuestros días desde entonces. Algunos sinceros, otros hipócritas, casi todos alegres, nos volvimos a ilusionar con una adolescencia a los cincuenta años. La bebida corría sobre la mesa en dónde habíamos comido y el frenesí por la amistad recuperada iba in crescendo. El tiempo pasado era sólo una broma porque éramos los mismos adolescentes que reíamos y soñábamos como si el ayer fuese un par de vueltas en una cerradura. Nos creímos. Nos crecimos.
Nos vimos unas cuantas veces más, las suficientes como para que nuestro "ahora" devorara sañudamente al adolescente que fuimos. Pusimos sobre la mesa todo lo que nos desunió entonces (tal vez la notoriedad, el estatus social, la envidia, la falta de empatía....., tal vez) y, feroces, nos lanzamos las dentelladas más certeras. Sobre un tapete cuadriculado de inquinas inusitadas nos dejamos desangrar sin vencedor alguno. Comenzamos a odiar el pasado porque éramos unos perfectos desconocidos en el presente y recuperar el tiempo perdido era sólo una pose literaria.
De tanto calado supuso para mí esta fallida "segunda adolescencia" que esquivo la calle Santa Cruz de Marcenado como un pasado que nunca habité. Ya no puedo ver al adolescente larguirucho que fui sin intuir a mi lado con disgusto al grupo de "los siete de las escaleras" en su versión contemporánea. No me arrepiento al decirlo del mismo modo que me siento tan culpable como el que más, aunque siga pensando que la amistad es una de las mejores cosas que puede darnos esta vida.