Kabalcanty
Un amor loco
Lo de menos es que Nemesio Acebal tenga 63 años, que su cabeza ande trastornada desde que la vida le mintió y le sacó de una vida ordenada, que habite una casa semiderruida junto a otro paria llamado Fermín, o que siga creyendo que Kavaranchel, el barrio donde vive, existe a pesar de todo; lo de más es que esta tarde de primeros de enero ha besado a Ramona, una zarrapastrosa afincada en todos los suburbios de la Gran Urbe con la monomanía de coleccionar perros de peluche que encuentra rebuscando en las basuras y amontona en su carrito de hipermercado.
Lleva como diez minutos mirándola, colgándole un hilillo de baba del labio entre su risa boba, y ajustándose la gorra, parda y bruñida de puro sucia, cada dos por tres. Ramona recompone su estrafalaria vestimenta y le soslaya con un mohín de intencionado recato mientras estruja entre sus brazos un peluche desastrado al que le falta una de las patas delanteras.
- Rediós, ahora sí que se ha "juntao" el hambre con las ganas de comer- murmura Fermín, contemplando la escena entre tiento y tiento al brick de vino y al calor de la chasca dentro de un bidón demediado.
Se han besado casi de casualidad: al agacharse a dúo sobre el carro de hipermercado de él para coger el volumen sin solapas de "El gran libro de las razas de perros". Llevan semanas mirándose, buscándose en sus itinerarios diarios por los desechos de un barrio extinto, llamándose desde la vacuidad de sus bocas abandonadas, tan solitarias que hasta las palabras huyen espantadas. No quieren decirse que se han enamorado, o tal vez no lo sepan, o les importa un bledo si es que sí o que no, pero se sienten distintos desde el beso, únicos entre la tramoya oxidada y el cartón piedra de los escenarios caídos que un día fue Kavaranchel. Aniceto y Fermín nunca quisieron irse y se quedaron a habitar las ruinas y alimentarse de sueños rotos de detritos todavía en buen estado. Ramona vino huida de los barrios del norte, apaleada por la buena apariencia de la civilización más cívica e inmisericorde que siempre pule su bienestar con lomos del más débil.
" ... sólo el filo de un estremecimiento
contonea nuestra huella sombría
presta a desvanecerse indiferente."
Ha dicho Aniceto, leyendo a trompicones desde su gastado cuaderno de versos, y ha tratado de acapararla con sus ojos pitañosos inútilmente, pues siempre le acude un borrón de lágrima que le enturbia la vista.
Ella se le acerca, despaciosamente, aderezando el remilgo, coge el cuaderno manoseado y deja un poso de sus labios agrietados sobre los versos. Se cogen por la cintura, primero ella, luego él, torpes, sin saber a ciencia cierta adonde les llevará su caminar juntos o cual será el límite de esa alegría que galopa en sus corazones. Aniceto arrima su rostro cuarteado al de ella y saltan chispas como si dos lijas, rozándose, se acoplaran.
Se meten entre las reliquias de lo que fue la farmacia de Ramón y Sandra, casi en la frontera del barrio. Apartan con los pies cajas de medicamentos y un sponsor de cartón recomendando pastillas para suavizar la garganta, y se acurrucan en un esquinazo. Se besan hurgando sus lenguas los huecos de sus muelas, diciéndose sin decir, empapados en saliva incontenible, tocándose por encima del colchón de ropajes que los oculta. En un instante, Aniceto salta como un resorte y se separa ligeramente de ella. Le avisa ese dolor de cabeza, esa punzada que desde las sienes le parte la sesera y le congela un rictus duro, agresivo, veraz, muy alejado de la sonrisa bobalicona y la mirada perdida que le caracteriza. Como si la cordura recuperara espacio y odiara todo su alrededor.
Ramona, desde que puso su mano sobre la bragueta de él, está asustada como tantas y tantas veces lo ha estado en su errabunda y miserable existencia. Escudriña el rigor imponderable de la cara de Aniceto y se aprieta en un ovillo presta a recibir su castigo.
¿Tan breve recordaba la felicidad? Se dice, apretando los párpados y cubriéndose la cabeza.
Pero Aniceto ya ríe, ríe sin parar con la boca de par en par y los ojos distraídos. Se agacha ante ella y abraza con todo su peso el amasijo de ropas. Tiembla de gozo mientras se afana en recuperar la cara de Ramona. Después se besan otra vez, tumbados, enlazados entre harapos y sudores rancios, sonando bajo sus cuerpos las cajas de medicamentos reventadas. Se quieren, se desean, se aman.
En el barrio anochece. Una leve bocanada de viento refulge la carbonita de todos los fantasmas congelados en Kavaranchel. Varios gatos hurgan entre el decorado venido a menos a la luz de un gajo de Luna. Se escuchan lejanos unos jadeos roncos. Más lejos, contra la tapia del antiguo taller de motos, el resplandor de una hoguera culebrea invocando a los dioses terráqueos.