Kabalcanty
Un segundo, solo uno
( A la memoria de Concha Pérez Pascual)
Nuestros días duraban cuatro horas, de cinco a nueve de la tarde, y nuestro mundo giraba en torno a las manzanas de dos calles. Lo que había más lejos era algo difuso, algo que se suponía nos tendría que alcanzar con el tiempo, que habitaban nuestros padres, nuestros maestros, nuestros vecinos, pero nosotros sólo queríamos esos momentos que compartíamos con nuestros amigos y que tan ajenos, contrapuestos, parecían del mundo adulto. Porque en el fondo nosotros nos considerábamos más adultos que ellos, que casi nunca nos equivocábamos como nos parecía que hacían ellos, porque en el fondo y en el ras la vida la tomábamos como un juego resuelto que nos empujaba a bebérnosla sin tasa, sin nada que objetar a nuestras espaldas.
Aunque ya éramos pareja, el resto de los amigos caminaban detrás de nosotros y nos lanzaban bromas que cogíamos al vuelo para reírlas juntos. Yo era la primera vez que estaba a solas con una chica y tú, trece años, dos menos que yo, poco bagaje tendrías. La fuerza del grupo de amigos, tras de nosotros, protegía la timidez que nos impedía mirarnos a los ojos y bromeábamos más por llenar aquellas hermosas cuatro horas que por la explosión de felicidad que nos alborotaba el cuerpo y reducíamos por el recelo de importunar al otro. Cuando nos cogimos de la mano (yo escurriendo los dedos a la altura de mi cadera, como aquel que no quiere la cosa, esperando a que sacases la mano del bolsillo y topar, ¡oh, casualidad!, con tu mano, como si fuese obra y gracia del azar) juntamos nuestras manos sudorosas, temblonas, incautas, en aquella tarde de otoño donde ya repuntaba el fresco del invierno.
Apenas íbamos a ser pareja seis o siete días, desgastando las aceras alrededor de la mole arquitectónica del cuartel de Conde Duque, cuando te dije, sentados en un banco público de madera, perdidos de los demás, aunque a lo lejos resonaban sus risotadas.
- ¿Sabes que me gustaría? -te pregunté sin mirarte, deseando decirte mucho más de lo que iba a decirte- Me gustaría que esta tarde no se acabara nunca.
Y te reíste torrencialmente, como siempre te reías, escandalosamente.
- Pero..... -me contestaste, mirándote la punta de los pies- te estás poniendo romántico, así sin anestesia. La hostia, tú.
Luego fue ganando terreno el atardecer. Los militares hicieron el relevo en la garita y, desde la iglesia, sonó la solitaria campanada de la media. Una bandada de vencejos pasó alborotando y les imitamos con un cacareo estridente que nos llenó de hilaridad. La cuenta atrás de los minutos me golpeaba en un costado haciéndome acomodar una y otra vez sobre el banco.
- Bueno, me voy a tener que ir yendo para casa.
Murmuraste como sin querer, como si fuera una solución para quitar hierro al ambiente.
Fue cuando me acerqué a ti, inútil, casi en un espasmo, obligado más por lo que debía hacer en ese momento que por lo que mi nerviosismo me dictaba, y te besé. Nos besamos largamente durante un segundo. Un beso en los labios que habíamos visto en el cine o en la televisión en blanco y negro y que nos desconcertó al siguiente segundo. Y después de besarnos, ¿qué?, supongo que nos preguntábamos azarados y felices, torpes y contentos. No era tu primer beso, me habías dicho cuando todavía no salíamos, y sí el primero de los míos. Me sentía la persona más afortunada del mundo, la más guapa, capaz, osada y maravillosa y por eso te miré quedo y mudo también. Sonreíste en un par de parpadeos y dijiste: "Anda, acompáñame a casa, que es la hora", tirándome de la mano. Fue sólo ese beso en los seis o siete días que fuimos pareja, solamente ese beso largo y cinematográfico de un segundo.
Han pasado cuarenta y dos años de aquellos días de cuatro horas y de aquel mundo al que podía abrazarse con abrir los brazos. Supe de ti en una comedida y siempre agradable cercanía hasta que te casaste con un amigo común. Luego nos inundó la vida de responsabilidades y nuevas expectativas y pasaron muchos años sin que supiéramos nada el uno del otro. La casualidad nos hizo coincidir en las redes sociales hace cuatro años y nos contamos más de los tiempos inolvidables de entonces que de la cruda realidad que nos acechaba.
Compruebo, por desgracia, que ha llegado la franja de mi vida en la que comienzan las despedidas irreversibles. Las raíces que he echado sobre el asfalto de esta ciudad comienzan, despaciosas pero sin pausa, a ser cercenadas por el virus del paso del tiempo. Me gustaría rebelarme, clamar y maldecir a quien correspondiera, mas no hay caso: somos finitos, unos más y otros menos. Sé que ya no estás entre nosotros pero jamás me resignaré a que el olvido invada aquel beso en los labios de un segundo, sólo un beso, uno. Uno, querida Concha.