Kabalcanty
La ilusión no se recuerda
Dormía mal, me despertada a las dos o tres horas de haberme metido en la cama y ya me era imposible volver a conciliar el sueño. Me pesaba el día siguiente como si su discurrir fuera una amenaza reeditada mes tras mes, año tras año, durante un espacio de tiempo que se me antojaba incalculable. El pasado era un borrón, el futuro un espejismo roto y el presente era inhabitable. Había preguntado a la vida y había encontrado un agujero negro por el que, en caída libre, descendía a sabiendas que jamás tocaría fondo. Después recurrí al alcohol y a un comprimido tranquilizante antes de acostarme, y medianamente funcionó. Podía seguir tirando.
Una voz sugerente, cálida, lejana, de mujer, me llamaba entre la profundidad del sueño. Me soplaba su aliento en el oído con una letanía que intentaba comprender desde la modorra por fin recuperada. Cuando el susurro me despertó, escudriñé el reloj de la mesilla y maldije a todos los dioses. Apenas había descansado una hora y pensé que la maldita vigilia había vuelto.
Vi una luminosidad que retemblaba bajo la puerta del cuarto contiguo y que la voz femenina, más distante, más agónica quizás, acompañaba al resplandor al otro lado del tabique. Comprendí que aquel sonido me había despertado, recordándolo como el rastro de la pesadilla que nos acude minutos después de despabilarnos. Me deshice del cabreo y traspasé la puerta.
La habitación estaba bañada por una luz azulina que reverberaba ofreciendo una sensación de movimiento. No era una sola voz, eran varias, demasiadas, las que se entremezclaban en diferentes conversaciones, risas, exclamaciones, jadeos, haciendo un conglomerado abigarrado y, sin embargo, no exento de una extraña musicalidad que se me hacía familiar. Al entrar en la órbita de la luz, me sentí bien, seguro, ingrávido, así como si hubiera recuperado un hogar el cual había perdido mucho tiempo atrás. Me sonreí a la vez que me recomponía el pijama tal y como si fuera a asistir a algún acontecimiento de relumbre. Poco a poco, fue reconociendo voces, ladridos, maullidos, escenarios, olores, risas, cielos rasos donde pasaban aviones de propulsión a chorro dibujando algodones en el azul, noches brillantes recortándose entre la silueta de un campanario, orgasmos en las que me abrazaban una y otra vez mujeres distintas y a la vez cercanas. Y no sólo podía disfrutar con la vista todo aquel espectáculo, sino que me di cuenta que, si lo deseaba ( y lo quería y lo hice), podía interactuar en cada secuencia, en cada sonido, en cada contemplación, dejándome llevar por un empuje singular que me impelía a un determinado comportamiento no exento de la consciencia presente. Recuperaba, inmerso en una apreciación del tiempo diferente, todas las ilusiones perdidas, los recuerdos tal y cómo los había diseñado evocándolos en su faceta más preferible. Si jugaba al fútbol en el patio de mi abuela con el viejo balón de cuero deshilachado en una de sus costuras, era yo el que había marcado el gol de la victoria; si disfrutaba saltando sobre las olas del mar en Santa Pola, era yo el que brincaba y mostraba al abrir el puño una esquirla de rayo solar; si amaba a una mujer que cambiaba de rostro y tonalidad de cabello en el lapso de un beso, me veía anciano y saludable besando a esa mujer inescrutable y tornadiza; si acudía a la estancia donde, encorvado, con el cenicero a rebosar de colillas, escribía sobre un cuaderno cuadriculado, en breve estaba acariciando los lomos de un libro en un escaparate junto a los volúmenes de "De qué hablamos cuando hablamos del amor" de Carver y "Suttree" de McCarthy.......
Me pellizqué a conciencia por si todo era obra de una jodida pesadilla y terminé llorando de rabiosa felicidad intentando abrazar aquella luminosidad azulina en la que danzaban las imágenes de todas las ilusiones que había proyectado la remembranza paralela a la realidad y el embrujo que me catapultaba futurible.
Porque los recuerdos, al pensarlos o contarlos, no son más que otro ardid para tomarlos íntegramente por ciertos, llegué a escribir en el listín de teléfonos antes de que sonará el despertador.
Después de ducharme, salí de mi casa al trabajo. Fiché, puse algunas cosas en orden en el almacén y escuché cómo uno de mis múltiples jefes me reprochaba mi falta de actitud en el trabajo. "De seguir así, K, te veo de patitas en la calle y con la que está cayendo", me dijo uno de ellos a última hora de la tarde. Al atardecer regresé a casa.
Recogí del buzón varias cartas con notificaciones de impuestos sin pagar y un aviso urgente para que abonara el seguro del coche. Encontré a mi hijo vomitando en el cuarto de baño porque la sesión de quimioterapia de ese día le había sentado mal.
Luego me desplomé en el sofá, abrí un libro de Baroja que había releído muchas veces y me abrí la primera cerveza.
Nada quedaba en la casa de mi experiencia de la noche anterior; se diría que había sido otra alucinación del insomnio, ahora mezclada con alcohol y pastillas, que volvía a jugarme malas pasadas. Cerré los ojos antes de adentrarme en la novela. Cuando los abrí, un viejo balón de fútbol deshilachado descansaba junto a la base de la librería.