Kabalcanty
Los meses de algunos de mis años
(Para Ana que tanto sabe de mi verdad y de mi mentira)
En un enero comencé a trabajar. Estaba un domingo por la tarde jugando a las chapas y el lunes vestía un mono de trabajo amontonando sacos de arena de río en un garaje mugriento de la calle Quiñones. Aquella noche lloré sin saber a ciencia cierta el por qué. ¿Sentía que había perdido al niño gritón y larguirucho en la primera revuelta del camino? ¿Gemía por el hombre que adivinaba ante mi?
Sobre el lomo de febrero vi morir a mi madre. Falleció suplicando auxilio, enloquecida ante el hocico inminente de la guadaña, mientras mi padre, mi hermana y yo asistíamos impotentes a su última función. Luego corrió un viento extraño e inclemente que avivó la brasa de mi cigarrillo. Más tarde todo fue calma, un silencio que desprendía otra muerte en mí, el primer abalorio que rodaba por el suelo hacia no sé adónde. En un marzo soñé que deseaba ser escritor, una vez leído "El lobo estepario" de Hesse. Escribía en las tardes-noches, cuando llegaba de trabajar, y lo rompía todo al día siguiente.
Seguramente fue en abril cuando fui consciente de que la lluvia no moja si no te moja a ti. Que la experiencia propia forma tus opiniones e ideas y que no todas las personas que conoces te gustan y les gustas aunque tengas una estrecha relación. Se me fue descubriendo un mundo agreste así como percibí que el refulgir del oro suele ser un espejismo cuando lo tienes cerca.
Acaso fue en mayo cuando tomé mi primera copa y desvirtué mi timidez. Me escudé en un alter ego, llamado Kabalcanty, que no sabía estar sobrio. Hablaba de él como si fuese otro. Contaba que era poeta, pendenciero y sinvergüenza y que había concursado en el premio de poesía "Adonáis" codo con codo con el mismísimo poeta Luis García Montero, todavía pubescente. Vivía de versos que me parecían una porquería en un cuarto angosto que calentaba con una "alcachofa" eléctrica. Luego colgaba a Kabalcanty en la percha de detrás de la puerta y salía a la realidad. Años después él mismo iba a vengarse de aquel abandono suplantándome.
En un junio tuve una perra que la llamamos "Chula". Mis padres, mi hermana y yo conocimos mediante ella la infinita ternura que puede inspirarte un chucho como "Chula". Su entrega y devoción para con nosotros fue, sin duda, un desafío a la condición humana poniéndola en solfa las más de la veces. Mi padre y yo la llevamos a sacrificar cuando una enfermedad terminal le impedía sostenerse sobre sus cuatro patas 18 años más tarde. Vi lagrimear a mi padre escondiéndose en la bocamanga de su gabardina.
En un julio conocí el amor correspondido. Me enamoré de una mujer menuda y portentosa de ojos negros enormes y mirada elocuente. Ella me educó en el amor y me demoró en el sexo hasta confundirme entre dos hijos en los que evitamos prolongarnos fallidamente. Sin su soporte no habría podido soportar la vida. Sin su paciente discurrir sería un loco de atar diferente al que ahora anda suelto.
En otros agostos conocí que la amistad no encoje bajo las olas del mar. Agua salada y brava que tanto cautiva a nosotros, los de tierra adentro, y madrugadas de farra al son de una guitarra española y cassettes de Queen, Beatles, Pink Floyd y Génesis. Amistad enamorada, sin atisbo de confín, adolescente, gritando su poderío y contoneando sus sexos reventones al contraluz de una luna almibarada y costera.
En un septiembre hice encaje de bolillos con la verdad y tejí una puntilla suntuosa engalanando la mentira. Comprendí que lo doloroso de lo cierto, en ocasiones, es mejor meterlo al baño María y "ficcionarlo" para hacerlo digestivo. Todo un hallazgo.
En algunos octubres coincidieron casi todos los cambios de mi vida. Como si se tratase de encantamiento, permute hacia mis mejores y peores experiencias en los comienzos del otoño. Tan pronto besaba unos rendidos labios como temblaba por una fiebre insistente; conseguía un empleo de mierda pero bien remunerado como rellenaba el formulario para cobrar la prestación por desempleo. Una montaña rusa de quita y pon.
En un noviembre pregunté a la vida, mirándola fijamente y a solas, y me respondió con fiereza. Un torbellino me engulló para dejarme caer por mi propio peso hacia un cimiento impreciso. Caí en una depresión. Dos años inciertos en los que despertarme (tras vigilias que me apretaban las sienes y me cabalgaban el pecho) era una pesadilla que me veía incapaz de habitar.
A lo largo y ancho de algún diciembre dejé de creer en Dios. Me despojé de los últimos atavíos de niño y vislumbré que mi desnudez no era cosa de ninguna deidad. Escudriñé cielo y tierra hasta que el vacío me eructó en plena cara. No hice ninguna pregunta después. Recogí los cuatro cachivaches que componían mi hacienda y me dediqué a contemplar de frente. Y anduve más ligero, qué coño.