Kabalcanty
Puente colgante
Antes de las ocho de la mañana, la hora de la apertura diaria al público del puente colgante, lucía su uniforme de botones dorados en la puerta de su garita. A pesar de la chepa, el atuendo oficial le quedaba pintiparado armándole los hombros y haciéndole un esbelto pectoral de curvatura envidiable. Germán se sentía importante y realmente a gusto en aquella profesión que desempeñaba desde hacía tantísimos años; podría decirse, sin ánimo de equivocarse, que dentro de aquel uniforme de doble abotonadura, y durante ocho horas de lunes a domingo -los días libres también trabajaba en un acuerdo particular llegado con el cabildo-, se transformaba en otra persona.
El puente colgante unía dos cumbres elevado sobre un paisaje paradisiaco en cuyo fondo discurría un pequeño río de aguas cristalinas. Los visitantes, turistas en la mayoría de los casos, recorrían los treinta metros de entablado, aferrados a las maromas, bamboleando una emoción aventurera que destilaban en sus grititos o exclamaciones. Había quién se negaba a cruzarlo, presa del miedo, asegurando que el vértigo le dejaría atrapado, congelado, en mitad del puente sin manera de ir hacia adelante o hacia atrás. Entonces ahí aparecía Germán con su sonrisa inmensa y su tono de voz profundo irradiando una confianza en el visitante que, mayoritariamente, accedía a cruzar el enlosado oscilante cogido del brazo de él. Una satisfacción que Germán, desestimando las muchas propinas que le llovieron por ese talante, tenía a gala como lo que más le llenaba de su profesión.
Cobrar la pequeña cantidad de dinero por pasar por el puente, su autentico cometido, no era nada que le produjese especial regocijo, sin embargo el que alguien se sintiese necesitado de su apoyo, de su voz conciliadora, de su cautivadora sonrisa, de su brazo guía como si fuese un asidero vital, eso era algo indescriptible que tanto y tanto engrandecía su autoestima. ¿Quién se fijaba que era un tullido cuando su presencia era esencial para cruzar el puente colgante? Absolutamente nadie. Bueno, tal vez aquella adolescente rubia que le chistó al oído, una vez idos y venidos por el puente : "¿Es en la chepa donde guardas tanta persuasión?". Y río, buscando la complicidad de Germán.
El cabildo le había galardonado con la medalla de honor al mérito del trabajo. Fue la primavera pasada, dentro del programa de festejos de la localidad a los que Germán nunca acudía y que dicho año tuvo que hacer excepción. El alcalde en persona le colocó la cruz en la solapa del uniforme, ya que Germán insistió que debía ser sobre esa tela y no sobre su hábito de paisano, mencionando unas palabras que le hicieron enrojecer y hasta sentirse un poco ridículo.
- ........Porque si hay una persona de carácter accesible y seductor en estas tierras y que nos honra y engrandece por los cuatro costados de este país, ese es nuestro querido vecino Germán. Desde su puente colgante nos dice que todo es posible y que basta la extensión de una mano abierta y generosa para mover la más firme de las montañas......
Antes del atardecer regresaba a casa terminada su jornada laboral. Volvía andando a través del monte por un camino forestal. Sin su uniforme inmediatamente se sentía más pequeño, vulnerable. Las copas de los árboles le parecían muecas burlonas y el viento exclamaciones monótonas que parecían no tener final. Bajo sus pies, las agujas resecas de los pinos, chillaban remilgadas y Germán las maldecía pateándolas sobre el camino, bajando la voz pero reconcentrando su rabia. Sabía que aquella ruta era muy solitaria y que su malhumor sólo lo podía contemplar una naturaleza simplona y esclavizada por el frío y el calor. Un odio infinito le supuraba por los ojos y se los agazapaba en una mirada iracunda que rechinaba con los primeros visos de la noche. Todo era una gran mentira que conspiraba a su alrededor bullendo en el fino núcleo de sus sienes y que se amartillaba en lo alto de su cabeza. Apretaba los dientes a cada paso como si fuese un mordisco al aliento de vida que cabeceaba los pétalos azules de las Nomeolvides en el último repecho del camino antes de llegar a su casa.
Cuando hundió la cabeza de la adolescente rubia bajo el enorme pedernal sintió paz. Sonó como cuando se revienta una bolsa de patatas fritas en un charco y sus grititos histéricos dejaron de escucharse para sosiego de los pájaros pardos de alas circunflejas. Pateó sus piernas en los últimos espasmos y molió su cuerpo inerte con una gruesa rama de pino hasta que todo fue un amasijo sanguinolento. Exhausto y a la vez pletórico, arrastró el cadáver hasta una de las cuevas de El Rebato e hizo una hoguera que avivó con jarales. El humo salía por una de las chimeneas naturales de la cueva enroscándose en el telón de la noche como una lengua bífida que se desmoronaba al rasgarse con las copas de los árboles.
Cuando llegó a su casa, su hermana ya le tenía puesta la cena como todas las noches.
"Hoy te has retrasao algo", le dijo, buscando sus ojos malignos.
"¡Y a ti qué mierdas te importa!", contestó Germán, dirigiéndose al cuarto de aseo.
"Y caliéntame la cena que seguro que está fría como un témpano", añadió antes de cerrar la puerta del baño.