Kabalcanty
Último Edén
Dije su nombre en recepción y esperé pacientemente a que la empleada buscara en la pantalla del ordenador los apellidos. Con rutinaria desgana movía los dedos sobre el teclado sin apenas mirarme. "Última planta. Por los ascensores del fondo a la derecha, por favor", me dijo asépticamente, haciéndome una seña con las cejas.
En la última planta me encontré con un tipo alto y corpulento todo vestido de blanco. Volví a repetir el nombre y el fornido, tras pensárselo unos instantes, me abrió con llave una puerta y me indicó una sala al fondo del pasillo.
Nada más abordar la angostura del corredor, escuché voces entremezcladas que no cesaban dentro de un galimatías que se me antojó demencial. Quejidos, llamadas entrecortadas que acababan en un sordo alarido, arcadas, onomatopeyas vehementes que se cruzaban con afirmaciones o negaciones que, a veces, terminaban en una decadente carcajada, llantos que perduraban en un hilo inacabable, pedorretas o eructos como si se tratase de una competición.
Antes de desembocar en la sala, una jovencita vestida de verde me preguntó y, seguidamente, me indicó el número de un sillón. "De todas formas, si usted desea más intimidad tenemos una habitación ex profeso para visitas".
Pero antes de llegar a contestarla ya estaba inmerso en aquella algarabía que se venía anunciando en mi trayecto por el pasillo. Un amplio cuarto, pintado de blanco y sin nada que adornara sus paredes, alojaba una multitud abigarrada que parecía vivir su propia vida sin reparar en la de al lado. La mayoría hablaba alocadamente o gemía o reía sin ton ni son y otros, los menos, rumiaban algo cabeceando en sus sillones numerados o mascullando mientras dejaban su mirada obstinada en la cristalera con vistas a un frondoso jardín.
Una mujer me tocó el brazo, apretándolo como si la carne tras mi chaqueta fuese una novedad mayúscula, pero al quite vino una de las muchachas de verde que parecían manejar aquel cotarro. Algunos en pie deambulando, otros en sus sillones, nadie parecía reparar en nadie y, sin embargo, todos se soslayaban con tristeza o alegría, con confianza o desconfianza y se afanaban en el zapato o la manga de otro como si se tratase de la suya propia o en la baba que a muchos les colgaba de la comisura y que pinchaban con el dedo procurándoles una fugaz hilaridad que repetían una y otra vez.
Por encima de un hombre y una mujer que juntaban sus cabezas con cierta dulzura para después sacudirse un coscorrón frente con frente (tenían un moratón paralelo a las cejas), le hallé. No era el número de sillón que me había indicado la chica de la entrada pero le reconocí por su fino bigotillo y su cabello blanco y abundante, más largo de lo que yo recordaba.
- Hola, abuelo.
Dije en tono alto, recordando su sordera de antaño.
Tenía los ojos vidriosos, olvidados entre los torpes pies de sus compañeros. Si es que me escuchaba, le sonaba la voz de un sueño que le rondaba la cabeza y jamás se detenía a concretarse; iba y venía como un abalorio deslavazado que rodaba y rodaba sin hallar el engarce. Me acerqué más a él, entrometiéndome en el haz de su mirada, y le sonreí a la vez que le cogía la mano. El obstáculo le incomodó y se desembarazó de mi mano para volverse a perder en el linóleo directriz de su vida.
- Mi padre me regaló una perdiz cuando cumplí los doce.
Barbotó la mujer del sillón de al lado tratando de sonreír desde su boca ajada.
- Pero luego se me murió un martes.
Concluyó y cerró los ojos con fuerza mientras la embargaba un sollozo interno que sacudía sus hombros cargados.
Volví a escudriñarle y le pregunté si se acordaba de mí. Pero siguió igual de ausente, concentrado en desentrañar el absurdo más cotidiano.
Esperé unos minutos más, aunque cada vez más convencido de la estupidez de mi visita (nunca antes él y yo tuvimos un trato amigable, tal vez cuando fui muy niño, si acaso ¿por qué ahora debía ser diferente?), y me levanté dispuesto a marcharme. Le apreté uno de los hombros como despedida.
"La salida menos imbécil al ras del suelo". Tuve que acercarme a él para escucharlo con nitidez cuando lo repitió por segunda vez. Sin variar un ápice su postura, ya no dijo nada más.
-Ta, ta, ta, ta, ta, ta, ta, ta, ta, ta, ta.........
Decía un hombre, elevando sus dedos engarfiados hacia los fluorescentes del techo al tiempo que una de las perneras de su pantalón se humedecía de meado.
Le sobrepasé para acercarme a la chica de verde de la entrada y despedirme con un lacónico adiós. Ella me saludó con la mano enfrascada en limpiarle el vómito del jersey a una mujer de cabellos con reflejos lila.
Esperé dentro de mi coche a que la valla metálica me dejara vía libre. "El Edén de la Tercera Edad", Residencia de Ancianos. Pasaba el cartel ante mí, incrustado en la valla, e imaginé los registros de una película de terror demasiado cercana. Conduje despacio de vuelta a la gran ciudad inundado de preguntas sin respuesta, como casi siempre, y con el Concierto de Branderburgo número 3 a todo volumen sonando en el CD del coche. No deseaba pensar que la salida menos imbécil estaba a ras del suelo. No, aunque la boca me supiera a rayos que ni el chicle extramentol paliaba.