Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (21)
Fue Carmen, mi chica, la que me dio el impulso necesario para escribir este relato. De sobra sabía que la redacción de "El caso" no era precisamente lo que más me satisfacía, que no podía coquetear con la ficción como siempre me gustó allá desde mis tiempos de estudiante de periodismo. "Échale cuento, Nika, y móntate una novela con ese K. que parece salido del meollo de la fábula. Tema tienes y personaje también, tú mismo" Algo así me dijo Carmen cierta noche en el Café Barbieri de Lavapiés, tomándonos el segundo o tercer tercio de cerveza Kronenbourg 1664, y desde ese mismo momento en mi cabeza comenzó a fluir un entramado en torno al asesinato brutal de una chica llamada Leticia cuyo investigador era un poeta alcohólico, fracasado y casi indigente al que en el barrio de Carabanchel todos conocían por K.
Si bien es cierto que la idea de Carmen me bullía en la cabeza, fue clave el día en que me llamó Baldomero para decirme que K. había tenido un altercado, el primero que surgía en la investigación, con los esbirros de Manuel Gandeay Heredia y que había llegado a la oficina malherido. Argüí en el periódico los estragos de una falsa úlcera estomacal que ya me sirvió de excusa en otras ocasiones, y salí disparado hacia Carabanchel en el primer taxi que pillé. Tenía que ayudar activamente a K. en su disparatada y peligrosa indagación aunque a él no le gustara.
Baldomero me recibió apurado, nervioso por lo que él llamó "un asunto que nos viene grande y que se nos escapó de las manos antes de entrar. Somos demasiado viejos para, encima, tontear con la violencia". Me llevaba por esa destartalada farmacia que hacía las veces de improvisada oficina sin parar de hablar, manoteando, dándome todas las razones del mundo para que convenciera a K. para abandonar el caso de la hija de Pilar Urquijo. "Pero éntrale suave, Nicanor, que no te vea como un feligrés que adora al santo por la peana, ya sabes", me dijo antes de entrar en el cuarto de K.
Le veía por vez primera sin su sombrero, calvo y con la mirada adusta clavada en un rincón. Supongo que sabía que iba a venir y que, a propósito, mostraba un empecinado desinterés cuando aparecimos en la habitación.
- ¿Todo bien, señor K?
Es lo único que me salió. Me imponía respeto su figura, aún tan deteriorada como se mostraba aquel día, su seriedad reconcentrada que, y así lo supuse desde el día anterior, cuando le conocí, que parecía hacerse más vehemente en mi presencia.
Fue su socio, Baldomero, el que inició la conversación llevando a K. a desinhibirse, no sin antes colocarle el sombrero, polvoriento y un poco abollado por encima de una de sus alas.
Según nos iba relatando lo ocurrido esa misma mañana, fui descubriendo el camino que me iba a llevar a este relato. Estaba ante un hombre que se rebelaba a su destino infeliz mediante el asunto que le encomendó su amiga de juventud. No se trataba de dinero ni de fama ni siquiera de autoestima, era una especie de ajuste de cuentas con una sociedad que le dejó de lado. Deseaba llegar al final, enfrentarse con las entrañas del mal como una lucha despiadada donde vencer no era lo importante, lo sustancial era demostrar de alguna manera que el recorrido de algo merecía la pena, aunque tuviera que pagar el más alto precio. Le imaginé, mientras desmenuzaba su infausta mañana, exprimiendo el zumo de todos sus versos, aquellos que leí días antes por Internet, y embadurnando la vida y sus moradores. Veía a un Quijote con sombrero que gritaba descreer lo que en el fondo seguía creyendo y que necesitaba, con una urgencia que palpitaba en el centro de ese mismo fondo que él trataba de sepultar con toneladas de ironía y nihilismo, transformarlo en una realidad que le devolviera la fe en la vida. Fue el caso de Leticia Gómez Urquijo pero podía haber sido cualquier otra cosa. Cualquier hombre en su paso por la vida necesita que algún sueño, por minúsculo que sea, tenga algún indicio de realidad y resulta más apremiante cuanto más viejo se es y menos posibilidades se conciben.
- Por favor, tráeme un bote de cerveza de los del fondo, de los que están más fríos, y ponle lo que quiera a Nicanor.
Dijo K., rebuscando un cigarrillo en la cazadora que tenía colgada detrás de la silla.
- Lo que tenías que hacer es meterte en el catre a reponerte. ¿Quieres algo de beber? -añadió Baldomero, haciéndome una seña intencionada al salir del cuarto.
Le pedí otra cerveza, ante lo cual K. se dignó dedicarme una mirada casi de reconocimiento.
Di unos pasos y me senté justo enfrente de él con la silla puesta del revés y apoyando los brazos sobre el respaldo. Estoy seguro que esto se lo vi hacer a Orson Welles en una película y le dio un resultado impactante.
- Voy a ayudarle en esta cuestión de la hija de su amiga, lo quiera o no y por la sencilla razón de que me cae bien, que admiro sus versos de los que reniega y, como diría usted mismo, porque me sale de los cojones.
Dentro de mí sentía la carrera frenética de la sangre agolpándose en mi corazón, me escocían los ojos y el sudor descendía mi espalda en erupción, pero no cejé hasta que vi a K. encajar mi golpe de efecto.
Soltó una carcajada echando la cabeza para atrás, lo que le supuso un gesto de dolor en uno de los lados de su cuello.
- Estás pirao, chaval, pero me gusta, sobre todo eso de que vayas a tomar una birra conmigo -dijo, encendiendo el pitillo que sostenía entre la uve de sus dedos.
Tomamos esas cervezas y Baldomero, que nos escrutaba entre suspicaz y animoso, un vino blanco.
Cuando quedamos para el día siguiente a la una del mediodía en la salida del metro de Pan Bendito, tenía totalmente decidido que esa misma tarde iba a comenzar una narración que titularía "El mal también bebe cerveza".