Kabalcanty
El mal también bebe cerveza (41)
Estaban en un pub del barrio de Aluche con pretensiones irlandesas en su decorado. Colgaban fotos varias en blanco y negro de tipos rubiascos de melena rizada tomando pintas de cerveza en una barra que intentaba parecerse al lugar originario, colgaban en sus paredes enteladas gaitas demasiado nuevas o faldas de cuadros enmarcadas que decían pertenecer a insignes ciudadanos irlandeses. Para ser lunes a primeras horas de la tarde, el local estaba nutrido de clientela que bebía cerveza Mahou o Heineken en vez de cualquiera de las que se mencionaban en las litografías salpicadas por el pub.
— Entonces, ¿echamos el polvo o qué? - preguntó Rosy, buscando el rostro de K.
Ella era una prostituta que conocía a K. de hacía poco más de un año. Trabajaba en un club nocturno de la Avenida de Los Poblados y le pidió, en una de las noches en las que él no encontraba el sueño, que si podría "ahuyentar" a un chulo que la molía a palos y la sacaba el dinero sin el menor miramiento. K. cumplió, aunque en realidad fue tarea de Joshue, el moreno que vendía "La Farola" en la puerta del supermercado, al que tuvo que pagar de su propio bolsillo ya que Rosy abonó el trabajito a K. con su propios encantos carnales. Era morena "de pura cepa", como decía ella, nacida en Arjona, un pueblo de Jaén, hacía cuarenta y cuatro primaveras, tenía una media melena con un exagerado flequillo sobre su frente y unos ojos tan penetrantes como desconfiados.
— No me habrás invitao al garito este para verte beber cervezas, digo -dijo ella regodeándose en su acento andaluz.
K. la observó unos instantes desde sus ojos enrojecidos y medio sonrió.
— Si esta noche la palmo, me gusta tener una mujer bonita a mi lado antes. Pero de polvos nada, Rosy, dentro de nada me tengo que ir, lo justo para tomarte otra jarra. Pero te voy a pagar, eh, tengo guita esta vez.
"Pues halagada que me siento, K. Lo de pagar nanay, que tú tienes carta blanca conmigo para lo que quieras. ¿Y tú morir?, ya, pero de risa, guasón".
A las seis de la tarde, tal y cómo les convocó el comisario Ortiz, K. se reunió con Nicanor y Baldomero en el parquin público del intercambiador de Aluche. El policía les hizo esperar unos diez minutos en un atardecer súbitamente frío por una ventolina que traía marchamo serrano.
— Entre el biruji este y el berenjenal donde nos hemos metido, tengo el cuerpo destemplao, chavales - dijo Baldomero, ciñéndose su chaqueta de lana burdeos- ¡Me cago en mi puta vida!
Al entrar en el Seat Toledo de Ortiz, este les escudriñó uno por uno con un gesto afligido que le obligó a entornar los ojos cuando K. se acomodó como su copiloto. Iba vestido de la misma manera que el sábado, cuando visitó a K. en su cubil, con la salvedad de una gabardina con las bocamangas deshilachadas.
— Vaya grupito que me he echado a la cara, ¡la hostia puta! -dijo el comisario, mirando al frete del parabrisas- Y usted, Peletero, se ha estado poniendo de cerveza hasta el culo. ¡Apesta, cojones!
Puso en marcha el vehículo maldiciendo por lo bajo.
— Debajo de su asiento hay una bolsa con tres pistolas, repártalas y que todo el mundo las guarde en su chaqueta o donde estén bien escondidas. Que nadie las utilice si yo no digo nada, ¿de acuerdo?
Los tres fueron recogiendo las HK USP Compac que repartió K. Todos las fueron metiendo bajo sus prendas de abrigo excepto K. que curioseaba tocando el arma.
— ¡¡Es usted sordo o gilipollas integral, Peletero!! -bramó Ortiz, golpeando el volante con sus manos- ¡Métase la pistola en los "güevos" y deje de hacer el gamba! ¡Vaya panda!
Desde el Paseo de Extremadura cogieron la M-30 y en menos de treinta minutos estaban por el barrio de Tetuán. Tuvieron que pasar un control militar a la altura de la calle Orense. El comisario mostró su carnet y los militares dejaron vía libre al coche.
— Dos agentes de mi total confianza vigilan la calle Fereluz desde esta mañana.
Dijo Ortiz, sin inmutar su mirada pétrea.
Aparcó en Marqués de Viana antes de llegar a la calle Fereluz. Sacó de la gabardina su móvil, se colocó al oído un auricular inalámbrico y tecleó unos números sobre la pantalla táctil.
Un dron les sobrevoló unos instantes. Se detuvo frente al coche en vuelo estático y luego continuó.
— Soy Ortiz -dijo con timbre imperioso, observando los retrovisores- ¿Alguna novedad?
Oscurecía. El cielo nublado dejaba hilachos rojizos que se extendían como garras filiformes deseando atrapar cualquier atisbo de vida. Por la calle pasaba algún viandante desconfiado, apresurado y temeroso por la vigilancia policial y militar. Se escuchaban, a lo lejos, los chorros de las mangueras limpiando la plazuela de entrada al mercado de Tetuán. Voces de los operarios que dirigían al camión cisterna para que se acercara o alejara.
Nicanor desvió la vista hacia Baldomero y le hizo un gesto nervioso.
— ¿Se puede echar un truja, no? -preguntó K. con el pitillo apagado entre los labios.
— Sí -contestó Ortiz, tapando el teléfono contra su pecho- pero deme uno a ver si reviento de una jodida vez.