Kabalcanty
La casona de la vieja Sabiñe (y parte III)
Dos de los hombres estaban tapados con una manta vieja que compartían, el otro, el que miraba por entre las rendijas, estaba vestido de mujer con un pañuelo que le cubría la cabeza. Amanecía, hacía fresco en esa zona por muy verano que fuera, y el bosque de los abetos comenzaba a llenarse con los gorjeos de los pájaros. Los tres hombres habían dejado de preocuparse del interior de la casona y observaban la carretera comarcal.
— La tipa esa dijo que vendría a pagarnos a primera hora de la mañana -dijo el hombre de la cara curtida.
— Y qué coño saben los de ciudad lo que es "primera hora de la mañana" -remedó el hombre que estaba vestido de mujer.
En una hora apareció por la carretera un Toyota Auris de color azul marino. Se bajó una mujer de cabellos largos y gafas de sol, y con paso decidido se acercó a los hombres.
— Recibí su llamada anoche -dijo ella, dirigiéndose al hombre de la cara curtida- ¿Estará muerto? Vamos a verlo, de lo contrario no hay cheque.
Hablaba sin quitarse las gafas, con un deje autoritario y una resolución que reforzaba su absoluta tranquilidad.
Entraron en la casona y quitaron la barra que clausuraba la habitación.
— El suelo está enfangao con el mejunje de estiércol -dijo el hombre calvo, poniendo cara de asco y dirigiéndose a ella.
Ni siquiera le miró, entró decidida al cuarto y fue derecha a la cama.
El hombre estaba con la boca abierta, sentado sobre la cama y apoyado en el cabecero; tenía una palidez mate, los ojos fijos en el techo y las manos engarfiadas en su teléfono móvil.
— Está tieso -dijo ella, después de acercar su oído a la boca del hombre.
Los tres hombres parecían algo cohibidos, arracimados en el centro de la habitación y perplejos por la desenvoltura de la mujer.
— Bueno, señores, queda nada más que le lleven al bosque y le entierren; luego adecentaremos un poco esto y les firmaré gustosa sus tres cheques ¿Ok?
Los tres asintieron con la cabeza.
— Y quítese ese ridículo disfraz de aldeana, ya no hace falta -exigió la mujer, enfocando con los cristales oscuros al hombre del pañuelo.
No sin cierta dificultad, pusieron el cadáver en la manta que cobijaba a los dos hombres. Trataron de enderezar el cuerpo pero no lo consiguieron del todo, y en ese trasiego, el móvil que sujetaba devotamente entre las manos resbaló y fue a parar debajo de la cama. Nadie se percató de ello, ni siquiera la mujer que husmeaba las paredes manchadas de la estancia con impasibilidad.
Dos hombres sujetaban la manta por los extremos mientras el otro, desenfundado ya de su disfraz, aliviaba peso sosteniendo en mitad. Se perdieron en el bosque de los abetos levantando una algarabía de pájaros que volaron recortándose en el cielo limpio de la mañana.
La mujer salió de la casona para dirigirse a su coche. Sentada sobre el capó, escudriñó detenidamente el entorno y sacudió la cabeza con contenida satisfacción. Prendió un cigarrillo y cogió de dentro del Toyota su iPhone metalizado. Mirando la pantalla, se estuvo moviendo hasta que encontró un punto de cobertura. Tecleó y esperó, echando bocanadas de humo azul.
— Víctor, -dijo, descubriendo una media sonrisa que mostró unos dientes blancos e iguales- mira, cielo, esta noche no voy a poder ir a la cena. Ya. Lo entiendo, pero es que tengo que cerrar un negocio fuera de Madrid y es muy importante. ¿Ok? Ya, yo también, pero no tengo más remedio. Mañana te veo a la hora de comer, ¿vale? Claro que sí. Besos y que te lo pases bien.
Luego se entretuvo tecleando sobre su teléfono inteligente hasta que sintió calor y prefirió volver a entrar en la casona. Dentro se estaba fresco. Abrió las ventanas de la parte de abajo y dejó que el aire serrano discurriera a su antojo. Luego subió y echo un vistazo al cuarto sucio donde se alojó el cadáver.
— De mi no se divorcia ni Dios si a mí no me sale de los ovarios -musitó iracunda, apretando los labios y enarcando la cejas por encima de las gafas- Siempre fuiste un pobre diablo y has muerto como tal. Arrivederci, hijo de puta.
Y cerró de un sonoro portazo.
Hacia el mediodía llegaron los tres hombres sudorosos. Todo había ido bien, le enterraron en la profundidad del bosque en una zona tupida de helechos.
— Por allí no pasa ni Cristo, señora; se lo digo yo. -le dijo el hombre del rostro curtido, haciendo un mohín confianzudo.
Ellos se pondrían a limpiar el cuarto de arriba y luego se irían al pueblo a comer. "Lo cabal es terminar del todo con el tinglao", dijo uno de ellos, esbozando una sonrisa de circunstancias.
Les entregó los cheques dedicándoles una fugaz sonrisa.
— Se lo han ganado, señores. -dijo ella- Mientras ustedes acaban, yo voy a coger el coche para ir a comer a la capital. Luego volveré, me apetece pasar la noche en este sitio encantador.
Los tres hombres, todavía con los cheques en la mano, la miraron estupefactos.
— ¿En............esta casa? -dijo el hombre de la cara curtida.
— Claro, en esta casa. Quiero disfrutar de esta tranquilidad y descansar con este silencio. Es cautivador, ¿no les parece?
Se tomó un par de whiskys, después de la comida en la capital, para celebrar su victoria total sobre su ex marido y regresó a la casona cuando ya atardecía. En el Toyota llevaba una botella de Cardhu Single Malt 12 años, que le costó un buen dinero, con el fin de celebrar en solitario, y precisamente en el lugar donde él vivió sus últimas horas, ese día memorable para ella.
No pensaba cenar, sólo beber y disfrutar de ese momento tan especial, por lo que se puso cómoda de ropa, estiró sus piernas sobre la cama de la habitación contigua a la de él y se dejó llevar por la voluptuosidad que albergaba su mente.
Pasadas un par de horas, anochecido ya, le pareció escuchar la llamada lejana de un teléfono que, paulatinamente, escuchó más cerca. Aunque estaba ligeramente borracha, se sobresaltó al escuchar cómo alguien golpeaba la puerta de la habitación a la vez que decía: "La señora tiene una llamada en espera". Era la voz de una anciana que repetía la frase despaciosa y cadenciosamente. Al tratar de dejar el vaso sobre la mesilla lo derramó y el whisky chorreó por el mueble hasta hacer un charquito en el suelo. Gritó enloquecidamente, sintiendo cómo el sudor se hacía hielo en su cuerpo, aferrándose a la manta que cubría la cama con las manos, cuando se abrió la puerta y apareció la vieja con el teléfono sonando en su mano y ofreciéndoselo.