Kabalcanty
En clase de religión
Desde la pupitres veíamos el tráfico fluido de la Avenida de José Antonio bañado por un sol invernal que brillaba sobre los techos de los coches. Todos, aunque distraídos en nuestro fondo, atendíamos en silencio absoluto a la clase de religión que impartía el padre Salustiano. Estaba en pie, moviéndose de un lado a otro a lo largo del encerado, juntando las manos cuando hablaba en general y clavándote su mirada de ojos de besugo cuando buscaba la culpabilidad de cualquiera de nosotros. A todos nosotros nos crujía el miedo en nuestro interior y bajábamos los ojos cuando el padre nos ensartaba con su mirada. Parecía que sólo buscaba un culpable (y ahí estaba casi siempre Sánchez) para flagelarle delante de todos y que cundiera el ejemplo con su llanto público de arrepentimiento.
Aquella mañana observé cómo su labio superior se erizaba en una especie de sonrisa diabólica cuando su verbosidad laceraba al alumno indefenso Sánchez frente a todos nosotros como un reo de nueve años dispuesto a arder en el fuego eterno.
— Porque no sólo Sánchez -decía el padre Salustiano, girando alrededor y sacudiendo su dedo acusador- ha tenido pensamientos impuros que le han llevado a esa polución nocturna impura, no sólo eso, mozalbetes, sino que ha ejercito la masturbación con tanta asiduidad que ya veo pronta su ceguera sin que ya pueda mediar la infinita piedad de Dios. Ha emponzoñado repetidamente la ingenuidad del niño para convertirse en un pecador que no sólo reniega del don de la procreación que nos da la infinita generosidad del Señor, sino que se revuelca por las noches pensando en lo pecaminoso como un goce meramente carnal.
Sánchez lloraba con los ojos bajos, lloraba silente, sacudiendo de vez en cuando los hombros y dejando caer sus lágrimas en la punta de sus zapatos de Segarra. Su condición de "malo número uno de la clase" le otorgaba casi siempre el escarnio público por parte de la mayoría de los maestros y, en especial, por parte del padre Salustiano.
— ¡Pero no sólo es Sánchez el pecador que busco! -exclamó el cura levantando la voz, escudriñando minuciosamente las filas de pupitres- Sé perfectamente que entre vosotros hay algún otro impuro que se toca poniendo en solfa la voluntad del Señor. ¿Dónde está?
Tragábamos saliva y procurábamos mirar al frente sin titubeos. En el silencio tenso se escuchaba el chiflo del afilador desde la calle y a todos nos parecía como el pito que preludiaba una ejecución. Escuchábamos el sonido agudo cada vez más cerca, a medida que el hombre en la calle se acercaba al portal del colegio, y sentíamos como la daga que esgrimía en el dedo tieso del padre Salustiano nos podía atravesar en cualquier momento.
Recordé, y se me pusieron coloradas las orejas como tomates, que hacía dos noches que antes de acostarme me había hecho una paja en el retrete. Creí morir y mi saliva se hacía pegajosa en mi garganta reseca mientras trataba de no cruzarme con la mirada del cura.
— Vamos, que salga ese valiente -decía el padre, caminando entre la filas de los pupitres- y nos diga a todos que ha pecado y que no le importa perder sus ojos y su sentido por su irrefrenable impureza. Todos vosotros habéis hecho la primera comunión, lleváis al Señor dentro de vuestro cuerpo, y sin embargo hay más de uno que se atreve a manchar el cuerpo que alberga a Dios con la debilidad blasfema de la carne. ¡Sánchez lo ha hecho!, y su castigo, además de rezar el rosario todas las mañanas conmigo a las ocho en punto de la mañana en la parroquia, será su paulatina ceguera y su imposibilidad para llevar una vida adulta normal. ¡Que salga ese valiente cochino! ¿Acaso tú, Medina?
Medina, el gordo de la clase, saltó sobre su pupitre. Su mole movió la fila haciendo crujir a la madera.
— ¡No, padre Salustiano, nunca! -decía, gimoteando, Medina- Se lo prometo por todo que yo no hago esas cosas. Mamá y papá me lo han dicho y no lo hago. ¡Le juro por todo que..........!
— ¡¡Déjalo!! -dijo con autoridad el cura, dando un palmetazo sobre el pupitre- No jures, mozalbete, que ofendes a Dios.
Al mediodía, cuando salimos del colegio para ir a comer a casa, me puse disimuladamente al lado de Sánchez y Julio. Mi madre me tenía terminantemente prohibido que me acercara a ellos porque decía que eran "de la piel de Barrabás", pero sentía curiosidad, al igual que otros muchos, por saber que sentía Sánchez con su humillación pública.
Se sonrió de medio lado, como se reía él siempre, y se dirigió a su amigo Julio sin mirarme siquiera. "A este tontoelculo le amansan las bravatas del cura", le dijo y yo sentí arder mi orejas. Se volvió repentinamente hacia mí y me cogió en volandas por el anorak para decirme: "Pues me voy a seguir haciendo pajas hasta que se me tapone el tercer ojo, el ojete del culo, orejotas". Y me soltó riéndose, desparramándoseme todos los cuadernos y libros de la cartera al caer. "Menudos cagaos de mierda", añadió Julio mientras se iban y yo recogía mis pertenencias con apuro.
Estuve casi todo el resto del curso sin masturbarme, sin ni siquiera tocarme, cogiéndome la cola con papel de wáter para evitar cualquier clase de tentación por roce. No me sentía mejor, todo lo contrario, tenía inevitablemente poluciones nocturnas que me hacían soñar con mujeres exuberantes en situaciones propicias y sin poder controlar lo que mi cuerpo reclamaba. Hasta que, faltando unos quince días para terminar el curso escolar, el padre Salustiano en clase de religión me acusó públicamente de haberme masturbado aquella misma semana. Desde ese día de escarnio público decidí hacerme pajas cuando me viniera en gana de forma parecida a lo que me dijo Sánchez.