Kabalcanty
Tren incesante (Y parte 2)
Las cosas habían empeorado desde que se fue de casa nuestro hijo pequeño. Encontró un trabajo en un pueblo cercano de la Comunidad y, tras pasar varios meses yendo y viniendo, consideró que lo oportuno era trasladarse a vivir al lugar.
Ella cada día bebía más (le costaba un mundo levantarse por las mañanas para ir a su empleo tras la melopea de la noche anterior) y yo no le andaba a la zaga. Aunque nuestra forma de comportarnos ebrios era distinta, el desenlace siempre era el mismo: odio mutuo.
La noche pasada, mientras me tironeaba de mi camisa preferida y me escupía su aliento hediondo a la cara, me la quité de encima con un contundente empujón. Me reprochaba airadamente con su cara encendida y los ojos iluminados de ira. Cayó de espaldas, golpeándose antes con el esquinazo de la mesa. Quedó tendida, sin soltar el vaso vacío de Doble V, dando dos o tres espasmos que terminaron en una inmovilidad rígida. En segundos, un hilo sanguinolento fue ganando caudal y enroscándose en la pata metálica de la mesa. Tenía los ojos abiertos, sorprendidos y al tiempo insondables, y la boca medio abierta, ladeada, helada en un grito.
— Su billete, por favor.
Un anciano revisor me observaba desde sus ojos azules y húmedos.
Le tendí el billete después de cerrar el libro y colocarlo en el asiento de al lado.
— ¿Continuará entonces viaje? -me preguntó imperturbable.
Las arrugas de la cara del revisor se hacían muy finas y múltiples alrededor de los ojos y en la comisura de la boca. Pensé que era un hombre demasiado viejo para estar todavía trabajando. ¿Y su pregunta?
— Claro, supongo que habrá leído usted que voy hasta Bilbao. -le dije algo malhumorado.
— Bien, es su elección, señor.
Me devolvió el billete y desapareció renqueante por la puerta del vagón vacio.
— Perdone.
El joven de la barba se había desprendido de sus auriculares y permanecía en pie en el pasillo junto a mi asiento.
— Es que me bajo ya -me dijo revestido de una timidez que consideré forzada a juzgar por el retintín guasón de sus palabras- Veo que se va a quedar solito en el vagón, quién sabe si en el tren, y me pareció que lo mínimo era despedirme.
Le hice una mueca de agradecimiento tan fugaz como insolente.
— Al final cada cual se equivoca como le da la gana. Hasta la vista, señor.
Me dijo y se largó bamboleándose al ritmo, de nuevo, de sus auriculares.
"Colgao barbas de mierda", pensé viendo cómo esperaba la parada del tren para apearse.
Me recosté sobre el asiento y vi el macizo serrano alzándose cercano. Se veían todavía manchurrones de nieve en algunas cumbres, pero diseminados y de color pálido.
El tren volvió a su marcha y pronto dejé de ver la figura danzarina del joven en el andén. Me pareció que, en la distancia, me saludaba con la mano extendida, agitándola con desaforado entusiasmo.
Intenté volver al libro pero apenas fueron unos minutos, pues el tren penetró en un túnel y se encendieron unas lucecitas amarillentas en el techo del vagón.
Alumbraban tan escasas que olvidé lo del libro y me acomodé en diagonal con los pies sobre el asiento de enfrente y la cabeza recostada junto a la ventanilla, ahora negra.
Veía clara la amenaza que me proporcionaba dormitar o simplemente dejar vagar mi mente a su antojo, sin embargo en esas circunstancias, no se me ocurría otra cosa.
Con la punta de mi zapato meneé ligeramente el cuerpo tendido y sólo obtuve la consistencia de la inacción; un pedazo de carne yerta que lividecía de forma apresurada. Todavía me tomé un último trago de whisky, uno largo hasta que vi el fin de la botella, sentado en una silla, enorme sobre el cuerpo tirado de ella. Me sentía tranquilo, en paz, con ansias de poner el contador a cero y comenzar a vivir todo lo que me perdí. Después hice una pequeña maleta con lo imprescindible y cogí el poco dinero que había por la casa. Corrí los visillos y bajé las persianas y, luego, cerré la puerta de entrada echando las dos cerraduras.
No llegué a dormirme pero tenía los ojos cerrados, cuando los abrí me encontré con una absoluta oscuridad. Las lucecitas amarillentas ya no lucían, mientras el tren seguía discurriendo a una velocidad incluso mayor que antes. El rozamiento con las vías sonaba agudo como el punto final de una melodía que no encuentra el fin. Tan sólo el fogonazo de las luces ocasionales del túnel iluminaban el vagón en un flash que hacía correr las sombras buscando cobijo.
Si me obsesionaba dormir o recordar involuntariamente, esa oscuridad me atrapaba como un abrazo asfixiante. Miré dos o tres veces a mis espaldas creyendo escuchar voces o ruidos que se desvanecían al destello de los flases. Comencé a oler el aliento de las sombras como un efluvio a whisky barato. Parecían juguetear y esconderse tras los asientos cuando la luz fugaz les sorprendía; se tambaleaban y oscilaban descolgadas en los asientos, expandidas en los cristales de la ventanillas como posesas de una borrachera cuyo apego era rodearme.
Me levanté del asiento y comencé a recorrer el vagón sujetándome a los pasamanos. ¿Tan largo era el túnel? Según caminaba sentía los pasos ligeros de alguien tan volátil como nocturno e intangible. Escuchaba risas o llantos o maldiciones que salían de una garganta que se confundía con el lamento de las ruedas del tren.
Sudaba copiosamente jadeando, cuando recorridos los vagones, absolutamente vacíos, llegué a la cabecera del tren, a la cabina del conductor. Llamé varias veces, al comienzo con mesura, luego con ansiedad, desenfrenado, aterrorizado por algo que sólo eran sombras asustadizas a la luz pasajera.
La intensidad de mi llamada hizo descorrerse la puerta de conducción. Nadie conducía, sólo sombras atrincheradas entre cristales tintados. A lo lejos se vislumbraba una lucecilla que colgaba a los costados del túnel y que pasaba rauda hasta otra nueva que pendía en el horizonte negro. No había mandos ni ordenador ni teléfono ni ruta que clarificara la marcha alocada del tren. Un asiento cómodo, giratorio, con respaldo abatible y reposabrazos anchos se anclaba en el centro de la cabina como único objeto.
Tras cerrar la puerta, me dejé caer sobre el asiento. Vigilé la negrura esperando el chispazo alterno de las lucecitas mientras oía cómo llamaban a la puerta de la cabina cada vez más insistentemente.